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Dios y la teología reformada

Valmore Amarís

Las doctrinas y principios de fe que nos caracterizan a los "protestantes" o "evangélicos" alrededor del mundo tuvieron su génesis en graves preocupaciones teológicas en ese lapso que intermedia el fin de la edad media y el nacimiento de la modernidad. Dios era tema de suma importancia para la inmensa mayoria de las personas. Más que eso, era la cuestión suprema de la existencia: la posibilidad de la salvación y la vida eterna, la ira de Dios, el infierno y la perdición eterna, la institución eclesiástica como mediadora entre el presente y el porvenir celestial, y cosas como estas. A Dios se le tomaba en serio. No por ello debemos diagnosticar una condición de histeria colectiva; más bien debemos sospechar de una condición inducida, en la que se mezclaban nobles sentimientos de reverencia al Creador con viles manipulaciones contra la conciencia humana para fines inconfesables.

 

Tampoco dejaban de estar presentes inquietudes de orden temporal y mundano: las terribles desigualdades sociales, la tenencia de la tierra, el rol del primado de Roma en los asuntos políticos de la Europa de entonces, por ejemplo.

 

Se hace entonces pertinente que hagamos un repaso al contexto que encuadra la aparición del presbiterianismo reformado. Este movimiento, como sabemos bien, fue una de las corrientes de un movimiento más grueso: la reforma protestante. De manera que señalar las condiciones que dieron origen a esto último, nos ilustra indefectiblemente acerca de aquel primero.

 

La Reforma Protestante del  siglo  XVI, representa una crísis social, política y cultural de la Europa occidental, que tuvo como detonante la ya mencionada condición religiosa en esa sociedad. Es muy interesante que la situación permeó a personas de todo nivel social y cultural. La institución eclesiástica, que en ese momento encarnaba el orden divino, con el obispo de Roma a la cabeza, es descrito para el momento como una entidad a la que "le caracterizaban el autoritarismo y el control social, en el marco de una poderosa estructura vertical", y cuya orientación pastoral estaba dirigida a una vida espiritual que prácticamente "se limitaba al confesionario, las limosnas y las indulgencias", en donde el culto a Dios "no pasaba ser un ritual meramente externo", y en donde "el sacramentalismo había sustituido la experiencia de fe". A esto se añade que la lectura de la Biblia era en latín y el pueblo común no podía acceder a su lectura. Ya para entonces algunos intentos de acabar con este estado de cosas, desde el interior mismo del clero, fueron aniquilados.

 

Dejemos al historiador bautista H.H. Muirhead -tomándolo de su Historia del Cristianismo, informarnos acerca de las condiciones sociales, económicas y religiosas de la sociedad europea en el contexto de la reforma:

 

"La tierra, que constituía la base económica de la riqueza, hallábase en las manos de la Iglesia Católica y de la nobleza. Un tercio de las tierras de Alemania (algunos historiadores alegan que la mitad), pertenecía a la Iglesia de Roma. Los campesinos vivían servilmente sometidos a los propietarios de las tierras que ellos labraban. Apenas obtenían de su trabajo lo suficiente para no morirse de hambre, y no disfrutaban de libertad alguna. El que cortase un árbol sin el correspondiente permiso del dueño de la tierra, pagaba con la vida; también estaba estrictamente prohibido cazar y pescar en las fincas de sus amos.

 

Hasta el siglo XIII no había aún clase media en Europa. El clero y la nobleza constituían la clase superior, mientras que el pueblo en general formaba la clase inferior. El despertar de la industria y el comercio creó un nuevo estado: los ciudadanos libres, los artífices y los burgueses; formándose así el núcleo de la grande clase media de los tiempos modernos. Por algún tiempo, mediante los sindicatos, esa clase ejercía gran influencia y dominio en las artes y en los oficios; pero con el curso de los años los cargos más importantes de los sindicatos se volvieron hereditarios entre pocas familias, las cuales pasaron a ejercer dominio sobre los artífices. El comercio, siempre creciente, hizo que las ciudades se organizaran en confederaciones comerciales, tales como la "Liga Hanseática" del norte de Alemania. Esas grandes empresas comerciales con sus grandes capitales y comercio mundial, pronto sofocaron la influencia de los sindicatos. El capitalismo, compuesto principalmente de comerciantes y banqueros, creó el proletariado, abriendo con esto un abismo entre el rico y el pobre. El odio entre el comerciante y el empleado pobre fue aumentando cada día más ante la vida opulenta, el lujo y la corrupción moral de la burguesía.

 

Las justas reclamaciones de los artífices y de los campesinos, fueron en vano. Este estado de cosas creó excitación y descontento entre las clases inferiores. Los impuestos pesados se hicieron casi insoportables; y además de la contribución al gobierno, gran cantidad de oro iba a parar en el fondo de las arcas del papa, a fin de contribuir al sostenimiento de un clero indigno. Además del diezmo exigido, el pueblo tenía que pagar por los bautismos, matrimonios, confesiones, extremaunciones y entierros. Hasta el perdón de los pecados se compraba con dinero, a pesar de que el apóstol Pedro había enseñado claramente que la redención no es hecha con plata ni oro, sino con la sangre de Cristo.

 

De 1389 a 1525 el descontento siempre creciente hizo que los campesinos del norte de Europa se rebelaran contra sus amos. Tales revueltas, generalmente locales, mal organizadas y sin recursos financieros, eran fácilmente dominadas por los príncipes por medio de matanzas terribles. En estas revueltas el grito general de los rebeldes, era: "¡Mueran los curas!" "¡Abajo los príncipes!"

 

El motivo principal de la explosión de la Reforma en Alemania fue el desarrollo de los recursos mineros de Sajonia, los cuales excitaban la ambición y la conciencia de la curia romana. Esta no vaciló en adoptar los medios más inicuos en la extorsión del pueblo. Su móvil era canalizar hacia Roma el dinero que circulaba abundantemente en las manos de los habitantes de Sajonia, favorecidos por la abundante explotación de las minas.

 

El traslado de los peones o trabajadores del campo, a la explotación de las minas por el cual quedaban sometidos a tareas más rudas sin el correspondiente aumento de salario, poco a poco fue creando un descontento general en el seno de la clase obrera. Los nobles y los dignatarios eclesiásticos vivían de manera fastuosa en medio del más refinado lujo.

 

Esta desigualdad irritante de condiciones sociales hacía que se arraigara más el descontento entre los mal remunerados mineros, cuyo sudor se transformaba en el oro que sostenía el lujo y los placeres de sus amos.

 

La era que precedió a la Reforma fue una época religiosa y no materialista. Un nuevo celo religioso se evidenciaba por la ansiedad fanática de muchos que deseaban ganar la salvación por medio de las obras, por las confesiones con los curas y por las peregrinaciones; por el creciente interés por la religión mística; porque las clases humildes se alejaban de la Iglesia; por el creciente escepticismo de la gente culta en cuanto a los dogmas y las prácticas del catolicismo; y por las muchas tentativas a favor de una reforma religiosa.

 

Desde luego, la piedad era exterior, y se manifestaba mayormente en la construcción y en el embellecimiento de los templos. Todas las poblaciones tenían su capilla, y hasta las ciudades pequeñas tenían más de un templo. La ciudad de Colonia, con 50,000 habitantes, tenía once grandes templos, diecinueve parroquias, veintidós monasterios, doce hospitales, y setenta y seis conventos.

 

Núremberg, con 30,000 habitantes, tenía quince templos y doce monasterios. Estas instituciones religiosas recibían muchos y grandes donativos tanto de los ricos como de los pobres, y se volvían el centro de las actividades religiosas. El número de misas cantadas era casi increíble. En la pequeña ciudad de Colonia se contaba alrededor de mil misas diariamente. Hubo también un gran despertamiento en la predicación; pero los sermones, poco tenían de evangélicos. Fiestas y procesiones fastuosas estaban a la orden del día. Tenedores de libros especiales registraban cuidadosamente el número de "avemarías" y "padrenuestros" hechos por día y año. La creencia en el poder milagroso de las reliquias era general. Desde el séptimo concilio general, celebrado en 787, se prohibió a los obispos, bajo pena de excomunión, consagrar nuevas templos que no poseyesen reliquias. El hecho de comprar y de coleccionar reliquias se había vuelto una verdadera manía. El elector Federico el Sabio, que posteriormente se constituyó en amigo y protector de Lutero, poseía más de cinco mil reliquias (incluyendo, entre otros objetos, supuestos cabellos y huesos de santos, la vara de Aarón, pedazos de la zarza ardiente vista por Moisés, y dos cántaros de vino de las bodas de Cana), todo lo cual guardaba en el templo de Wíttemberg, en cuya puerta Lutero clavó sus famosas noventa y cinco tesis.

 

El remordimiento de los pecados y el miedo de ir al infierno, así como el deseo de aliviar la conciencia, movieron a millares a hacer largas peregrinaciones a Roma y a otros lugares célebres. En el año de 1300, más de doscientos mil peregrinos visitaron a Roma porque el papa había prometido la absolución de los pecados a todos los que aquel año visitasen la "Ciudad Eterna". Más tarde fueron decretados los llamados "años santos", que se tendrían cada veinticinco años. En 1450, en una sola semana, cerca de un millón de peregrinos visitaron a Roma; mientras que en todo el año de 1900, con todas las facilidades de transportes, menos de la mitad de este número visitó al papa.

 

Estos jubileos periódicos, que eran una de las manifestaciones más características de la Edad Media, estuvieron íntimamente ligados con la doctrina de la penitencia y de la práctica de indulgencias. La penitencia practicada desde el período "ante-niceno", aunque no como un sacramento, consistía en cuatro prácticas: Contrición de corazón; confesión auricular al cura; satisfacción, que se manifestaba en buenas obras prescritas por la Iglesia, incluyendo limosnas, fiestas, peregrinaciones y multas; absolución o perdón de los pecados por el sacerdote en nombre de Dios. Las satisfacciones eran las señales externas del pesar que el penitente experimentaba por el pecado cometido, prescritas por la Iglesia o por el sacerdote como condición para recibir la absolución y para ser readmitido en la Iglesia. Durante el siglo VII se hizo una práctica general el hecho de substituir las penitencias por el pago de cierta suma de dinero, esto es: comprar la absolución, formando así la base de la doctrina de las indulgencias.

 

Al principio del siglo XIII, cuando la penitencia fue transformada en sacramento, ese orden fue invertido, siendo la satisfacción colocada después de la absolución, la cual seguía inmediatamente a la confesión. La penitencia o satisfacción ya no era considerada como simple manifestación de pesar e indispensable para obtener el perdón del pecado, sino que llegó a tener una nueva significación, que explica la práctica de las indulgencias en los días de la Reforma. En la absolución, que seguía a la confesión auricular hecha al sacerdote, Dios —creían ellos— perdona tanto la culpa como el castigo eterno de los pecados confesados; pero el penitente perdonado tiene que soportar aún el castigo temporal, en esta vida o en el purgatorio, así que no se puede entrar en el cielo antes de pagarse esta cuenta. Naturalmente, el pueblo, quería saber cómo se podía obtener la remisión de este castigo temporal de sus pecados, y si se había de pagar en esta vida o en el purgatorio. Precisamente de aquí nació la idea de las indulgencias. Una indulgencia era la remisión del castigo temporal que debía pagar en cuenta de la culpa, después de perdonado el pecado. Se obtenía perdón bajo la condición de practicar la penitencia y ciertas obras prescritas, tales como rezos, limosnas, fiestas y peregrinaciones, pero generalmente por el pago de dinero que ingresaba en las cajas de la Iglesia.

 

Esta práctica de indulgencias que penetraba en todo el sistema de penitencias de la Iglesia medieval, se basaba en gran parte en la doctrina de la superabundancia de la gracia. Cristo, los apóstoles y los santos acumularon a través de los siglos, por sus buenas obras, más méritos que los que se necesitaban. Esta superabundancia de gracia pasó a la tesorería de los méritos, puesta a la disposición de la Iglesia. De esta tesorería la Iglesia puede transferir, a aquellos que satisfacen las exigencias prescritas por ella misma, los méritos o la gracia que les faltan. La Iglesia, en la persona de su sacerdote, abre la llave del depósito de méritos y hace caer la gracia sobre el penitente, ya sea que esté en este mundo o en el purgatorio, abreviándole de este modo el grado y el tiempo de su castigo.

 

El valor práctico de las indulgencias consistía en la remisión del castigo impuesto después de la absolución. En los días de Lutero, sin embargo, la idea popular era que las indulgencias conseguían no solamente el perdón de los pecados, sino también la remisión del castigo. De este modo la venta de indulgencias obscurecía y anulaba la necesidad del arrepentimiento.

 

Fuera de la Iglesia oficial y, hasta cierto punto, en la propia Iglesia Católica medieval, ardía aún la fe evangélica: resultado de la actuación de los lolardos, hussitas, valdenses, hermanos de la vida común, anabaptistas y otros. En Inglaterra y en el continente circulaban traducciones de la Biblia en el vernáculo, y el evangelio puro era predicado en varios centros.

 

Los llamados místicos insistían en la posibilidad y necesidad de la contemplación de las cosas espirituales y en el acercamiento directo del alma a Dios. Mientras algunos consideraban a los sacerdotes y los ritos de la Iglesia como intermediarios en esta aproximación o acercamiento a la Divinidad, otros los rechazaban como estorbos. El misticismo en la Iglesia Católica era producto más del corazón y de las emociones que del intelecto; y más que otra cosa, era un conocimiento de Dios mediante la abnegación personal. Estos místicos procuraban conformarse con Dios, en lugar de procurar ser salvos por Cristo Jesús. Entre tanto el misticismo, aunque insuficiente en sí mismo, como protesta contra el oficialismo y el formalismo que prevalecían entonces, fue factor poderoso en la preparación del terreno en el cual debían más tarde germinar los movimientos reformadores.

 

Por causa de los impuestos y de los abusos religiosos, las clases humildes iban alejándose de la Iglesia, Las muchas revueltas de la época fueron dirigidas tanto contra la Iglesia como contra la nobleza. Cuando Lutero dio el grito de la Reforma, los campesinos, muchos de los cuales ya habían sido despertados de su ignorancia mediante las doctrinas anabaptistas, alegres y fielmente lo atendieron como amigo y libertador.

 

El estudio de las Sagradas Escrituras en el original y el de la historia de los cristianos primitivos, llevaron a muchos de los humanistas a comprender cuánto la Iglesia Católica medieval se había desviado de la apostólica. Estos criticaban abiertamente la corrupción eclesiástica prevaleciente y con sinceridad procuraban instituir una reforma religiosa. Erasmo juzgaba que la Reforma podía ser alcanzada mediante la educación, esto es, por la enseñanza general impartida por el gobierno y el conocimiento de las doctrinas de las iglesias primitivas. Esta idea lo hizo traducir y publicar el Nuevo Testamento griego y los escritos de los llamados "padres de la Iglesia", al latín. Aun cuando Erasmo y otros nunca sintieron el influjo de una nueva vida, producido por la lectura de las Sagradas Escrituras y por la operación del Espíritu Santo en el alma del creyente, el retorno a la fuente espiritual del evangelio constituía un factor importante en la preparación del terreno para la Reforma."

 

Creo que, a groso modo, lo dicho hasta ahora nos indica el por qué se gestó una reforma en la institución eclesiástica de entonces. El calvinismo (término acuñado para indicar la labor de Juan Calvino y sus partidarios) surge entonces como una respuesta y una reacción, entre otras, a este estado de cosas. 

 

El producto final de la acción y reflexión reformadora permitió la aparición de una propuesta de espiritualidad caracterizada por los siguientes elementos. Es decir, lo que podríamos denominar la esencia de lo reformado-presbiteriano en el siglo XVI:

 

1. Se trató de un movimiento que se apegó al contenido de las Escrituras judeo-cristianas; que se consideró continuador de las prácticas de la iglesia apostólica y neotestamentaria, así como de la tradición teológica de los primeros concilios ecuménicos. 

 

2. No rompió necesariamente con la mayoría de las instituciones eclesiásticas que existían para la época, sino que las revisó a la luz de las Escrituras y los Concilios que consideró legítimos.

 

3. Se mantuvo alineada a los conceptos tradicionales trinitario y teísta, pero remarcó el aspecto de la unión mística entre Dios y el creyente a través de la presencia del Espíritu Santo, sin lo cual no era posible experimentar la vida en Cristo. Pudiéramos hablar entonces de una espiritualidad fundamentada en la acción dinámica del Espíritu y no en la práctica sacramental, como era lo común en el momento histórico en el que aparece.

 

4. Se desarrolló en el escenario del llamado renacimiento. No puede perderse de vista que ello pudo incidir para la impronta humanística del protestantismo; pero sobre todo del presbiterianismo reformado. Sin embargo, el humanismo calvinista no era antropocéntrico, distanciándose así el humanismo secular.

 

5. Se mostró políticamente opuesto a formas de control y de gobierno absolutistas y tiránicos, y promovió una clara separación entre el poder temporal, el Estado, y el poder espiritual, la Iglesia. El ejercicio de la autoridad buscó distribuirlo entre instancias capaces de regularse y equilibrarse entre sí. Esto explica la opción por una forma de gobierno eclesiástico colegiado.

 

A estos componentes medulares del presbiterianismo reformado hay que añadirle las claves o líneas teológicas  que se estructuraron a partir ellos, y que le son propias hoy en día a su identidad. El espíritu de la teología reformada se dio a conocer a través de las afirmaciones de fe conocidas como las “cinco solas”, muy conocidas para la comunidad reformada y para la protestante en general en todo el mundo. Estas son: 1. Sólo por medio de las Escrituras; 2. Sólo por la fe; 3. Sólo por la gracia; 4. Solo a través de Cristo, y 5. Sólo la gloria a Dios. Trataremos de desarrollar de manera breve el significado de cada una de ellas:

"...el fin de un teólogo no puede ser deleitar el oído, sino confirmar las conciencias enseñando la verdad y lo que es cierto y provechoso."

 

"...ha surgido hace poco cierta gente de mal carácter, que con gran orgullo, jactándose de enseñar en nombre del Espíritu, desprecian la Escritura y se burlan de la sencillez de los que aún siguen la "letra muerta y homicida" como ellos dicen. Mas yo querría que me dijeran quién es ese espíritu, cuya inspiración les arrebata tan alto, que se atreven a menospreciar la Escritura como cosa de niños y demasiado vulgar..."

Juan Calvino

 

 

1. "Solo por medio de las Escrituras" entraña que todo principio rector que pretenda regular la conciencia, la vida cristiana personal, la vida de la comunidad de fe y sus implicaciones para con la sociedad y el mundo tendrá como fundamento final lo revelado en la Biblia. El contexto en que fue formulada esta afirmación, como ya pudimos considerar, fue el momento cuando la institución eclesiástica se arrogó el control de lo que el cristiano debía asumir para normar su fe y sus valores. "Solo por medio de las Escrituras" no busca decir que la iglesia, como institución, no posea cierta autoridad para el discernimiento acerca de las verdades divinas. La mismas Escrituras indican que "la iglesia del Dios viviente" es "columna y baluarte de la verdad" (1 Timoteo 3:15). Pero, para los reformadores, la declaración apostólica no debía extrapolarse hasta forzarla a decir que la iglesia institucional es quien determina la verdad. La iglesia, en tal caso, es un depositario y un proclamador de la verdad revelada.

 

En el mismo orden, no se debe inferir que hay que desechar toda tradición que el desarrollo de la iglesia haya producido. Los seres humanos, como entidades que poseen una estructura psíquica para vivir en sociedad, crea tradiciones. Ahora bien, con la "sola Escritura", los reformadores quisieron indicar que toda tradición, especialmente en el campo de la fe cristiana, debe ser examinada, cotejada, revisada o desechada a la luz de las Escrituras, como "Palabra de Dios" revelada a la humanidad, la cual es la autoridad definitiva que determina sobre el particular.

 

"Solo por la Escritura" tampoco quiere decir que en la Biblia está contenida de manera exhaustiva todo lo correspondiente a la divinidad. Por ejemplo, en Juan 20:30 y Juan 21:25 el evangelista nos da a entender que muchas otras cosas hizo Jesús que no quedaron registradas. Y en Juan 20:31 se nos da una pista acerca del papel de las Escrituras en materia de fe. Aquí quedó sentenciado: "Pero éstas se han escrito, para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que creyendo, tengáis vida en su nombre". El hecho de que las Escrituras no sean exhaustivas no por eso dejan de ser suficientes para conducirnos a las verdades divinas.

 

"El énfasis aquí -indica Daviel de Paz (Solo la Escritura)- es en la naturaleza misma de las Escrituras. Son la Palabra de Dios. La revelación que proviene del aliento mismo de Dios (Theopneustos), la cual es suficiente como regla de fe necesaria para la misión de la Iglesia en este mundo... Todo lo que uno necesita para ser cristiano se encuentra en las Escrituras y sólo en ellas... las Escrituras no necesitan de un suplemento para su propia autoridad. Su respectiva autoridad proviene de naturaleza intrínseca como la revelación "del aliento de Dios". Su autoridad no depende de algún hombre, Iglesia, denominación o concilio. Las Escrituras son consistentes en sí mismas, se interpretan a sí mismas y es por eso que la Iglesia apela a las Escrituras... Todo lo que necesitamos saber, creer y observar para la salvación se encuentra solamente en las Escrituras..."

 

Por su parte, dijo José Grau: "La preocupación básica de la Reforma radicaba en aquella actitud que se tomaba en serio, consistentemente, el primer mandamiento: «Yo soy el Señor tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante de mí»... Y, dado que su dedicación principal fue la gloria absoluta de Dios, la Reforma vindicó también el honor de la Palabra de Dios... Esta dedicación básica de la Reforma a la Palabra de Dios ayuda igualmente a comprender la negación o repulsa no de la tradición como tal, sino de la elevación de la Escritura y la tradición a un mismo nivel. Los reformadores reverenciaban profundamente a los padres de la Iglesia. Pero todo lo que los padres dijeron debía ser medido por la luz de la Sagrada Escritura... En la cuestión de la gloria de Dios, la Reforma se preocupó de dar un testimonio claro de lo que constituye la máxima y última autoridad (Erstinstanz). ¿Y cuál es esta autoridad última? El Dios trino. La Reforma halló el testimonio del Dios trino en la Escritura, solamente en la Escritura; de ahí su principio básico: Sola Scriptura."

 

Ahora bien, la declaración "Solo por medio de las Escrituras" ha quedado como objeto de debate e interpretación desde los tiempos en que fue formulada. Protestantes y evangélicos de diversas confesiones, en distintas circunstancias históricas y bajo perspectivas filosóficas muy diferentes, le han dado igualmente diversa valoración y alcance. Los hay quienes se mantienen en mayor o menor grado en la línea original de los reformadores y hay quienes la reinterpretan en conformidad a los nuevos enfoques cosmológicos y antropológicos. Por nuestra parte, en el item Dios y la Biblia compartimos nuestro criterio acerca de lo que la Biblia debe representar para el creyente.

 

2. "Solo por la fe" sería la respuesta del ser humano que ha tomado conciencia de su real condición delante de Dios. Esto es: si el Dios revelado en las Escrituras nos es mostrado como la plenitud de la justicia, de la verdad, de la bondad, y esto nos impacta y nos quebranta, lo que nos queda es un reverente y honesto reconocimiento moral y espiritual.

 

"Solo por la fe" sería el estado de reposo al que llega la persona que entiende a profundidad que -por más nobleza que haya en muchas de las acciones que realiza, la contaminación del egocentrismo, la vanidad, el orgullo, el egoismo, la mezquindad, la ingratitud, la soberbia, la envidia y otros vicios del alma están siempre presente en élla, y que es en este punto en donde la bondad y la misericordia de Dios intervienen y son ofrecidas al ser humano necesitado y desvalido. La persona discierne que no es posible hacerse acreedor de la comunión con Dios por "buenas obras", sino por persuadirse de que Dios es bueno y misericordioso, y por ello le ama y le perdona. Es decir, el creyente apela al medio que Dios mismo ha dispuesto para que se dé la armonía, y que no es otra que la convicción de que depende absolutamente de Él para ser levantado de su condición. "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros; pues es don de Dios" (Efesios 2:8). Y por la misma convicción (por fe), el creyente también llega a discernir que las "buenas obras" pasan a ser el resultado natural de asumir la vida en armonía con Dios.

 

3. "Solo por la gracia" es una afirmación íntimamente conectado con lo anterior. Digamos que es "la parte de Dios", en tanto que la fe "es la parte del ser humano", ya que es éste quien la ejerce. La gracia es el favor que viene de Dios y que en ninguna manera lo merece el ser humano, sino que Él la imparte a quien Él desea, por su pura bondad y misericordia. "Los reformadores -dice Iván Montes- concluyeron que el pecado del humano es tan grande que nada puede pagar por ello. Por tal causa, Dios es el único administrador de la salvación del humano. De esta manera, no es necesaria la mediación de la iglesia o de las instituciones, ya que la sola gracia es suficiente." (Los Cinco solos de la Reforma -cita libre).

 

"Solo por la gracia" es la aserción que coloca en primer plano la concienciadora verdad de que Dios es bueno. De que el mal que hay en el mundo es el fruto de la rebelión humana, y no obstante, Dios le brinda una trato generoso y compasivo, tanto en el orden natural y cotidiano como en lo que corresponde al mundo espiritual y trascendente.

 

4. "Solo a través de Cristo" es el firme veredicto de que Jesús es nuestro todo, en las distintas facetas de su ministerio intermediario. Él es nuestro Maestro, nuestro Salvador, nuestro Redentor, nuestro Señor y nuestro Intercesor: "Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Timoteo 2:5). Los reformadores fueron enfáticos en desechar todo lo que se antepusiera o pretendiera añadir a la obra de Jesús. Al respecto escribió Hageman: "...lo más importante de todo es que la fe reformada esta centrada en Cristo. Cristo es su punto de partida y Cristo es la meta hacia la que se mueve... Tal vez más que cualquier otra denominación cristiana la fe reformada busca centrar todo en él que es para nosotros la Palabra final de Dios... Él es su centro verdadero en cuanto a su persona viviente, en su obra constantemente presente, en su poder infalible -lo crucificaron, pero se levantó y vive para siempre. Por eso mientras busca por todo el Catecismo de Heidelberg, encontrará que de una u otra manera casi todo se refiere a Jesucristo como una señal verdadera de su significado. Ya sea la fe, el santo bautismo, la santa cena, oración, buena vida -a donde sea que quiera mirar, él es el centro vivo del que emanan todos los significados. Esta es la verdadera gloria de la fe reformada, que cada parte de ella está hecha para señalar hacia él que está vivo y dispuesto a ayudarnos en cada una de nuestras necesidades, tocando nuestra vida e influyendo en ella. Cada una de nuestras necesidades encuentra su respuesta final en Jesús. No podemos permitir que nada se interponga entre nosotros y su poder total. Esta fe reformada nuestra esta centrada en el Señor Jesucristo viviente, no en las palabras que hablan de él; no en ideas que tienen que ver con él; no en normas que vienen de él. Está centrada de una manera sólida en la fe de que la Palabra se hizo carne y vivió entre nosotros y en la convicción igualmente cierta de que no fue un fenómeno con treinta y tres años de duración sino un hecho eterno de Dios con el que podemos contar siempre.

 

5. "Solo la gloria a Dios" es la síntesis de todo el pensamiento reformado en cuanto al señorío y majestad de Dios por sobre toda creación. Eleva el pensamiento  a la idea de que todo cuanto ha existido, existe y existirá persigue como propósito último la alabanza de la gloria de Dios, y por tanto, todo cuanto el ser humano realiza debe estar orientado concientemente hacia el objetivo de que se conozca y se cumpla la voluntad de Dios. De ello da testimonio las Escrituras en todas las doxologías que en ella se encuentran. Para citar solo una: "!Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! !Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén." (Romanos 11:33-36)

 

"...el que es Hijo de Dios por naturaleza ha tomado un cuerpo semejante al nuestro y se ha hecho carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, para ser una misma cosa con nosotros, poseemos una firmísima confianza de que también nosotros somos hijos de Dios; ya que Él no ha desdeñado tomar como suyo lo que era nuestro, para que, a su vez, lo que era suyo nos perteneciera a nosotros; y de esa manera ser juntamente con nosotros Hijo de Dios e Hijo del hombre..."

 

"Aunque las cosas que debemos a Dios son innumerables, sin embargo se pueden muy bien reducir a cuatro puntos principales; a saber; adoración, la cual lleva consigo el servicio espiritual de la conciencia, confianza, invocación y acción de gracias."

Juan Calvino

 

 

 

 

 

Las consignas de la fe reformada derivaron en la arquitectura teológica de la cual Juan Calvino vino a ser su príncipal artífice. A partir de él, se ha seguido efectuando ininterrupidamente, a través de los tiempos, la elaboración doctrinal, filosófica y pastoral que busca atender las necesidades hacia el interior del cuerpo de discípulos de Jesús, con proyección a las de la sociedad en general. De este proceso queremos destacar un par de conspicuos énfasis: 

 

1. La primera conclusión a la que se llega al examinar el núcleo de la teología calvinista es su esencia teocéntrica. Un teocentrismo que para nada anula la importancia del humano, sino que la coloca en su justa dimensión. Conocer a Dios es conocerse verdaderamente a sí mismo, expresó Calvino. Conocerse a sí mismo con toda objetividad conduce al ser humano al reconocimiento de su condición. Calvino lo expresó así: "...es cosa evidente que el hombre nunca jamás llega al conocimiento de sí mismo, si primero no contempla el rostro de Dios y, después de haberlo contemplado, desciende a considerarse a sí mismo. Porque estando arraigado en nosotros el orgullo y soberbia, siempre nos tenemos por justos, perfectos, sabios y santos, a no ser que con manifiestas pruebas seamos convencidos de nuestra injusticia, fealdad, locura y suciedad; pero no nos convencemos si solamente nos consideramos a nosotros y no a Dios, el cual es la sola regla con que se debe ordenar y regular este juicio" (Instituciones). Hay que tener en cuenta que en sus escritos Calvino tuvo que insistir mucho en la pecaminosidad del ser humano, dada la naturaleza de la religión que imperaba en su tiempo, la cual atribuía al humano la capacidad de obtener por virtud propia los méritos para disfrutar del bien. Según Calvino, interpretando la enseñanza de Jesús y los apóstoles, atribuir al ser humano esa capacidad de autoredención desdibujaba la gloria de Dios, auspiciaba la arrogancia humana y endiosaba falsamente su propia imágen.

 

Toda teología que pretenda mantenerse fiel al cuño reformado no puede desentenderse de esta comprensión de la condición humana. Esto es, de su grandiosidad, porque fue creado a la "imágen y semejanza de Dios", y, al mismo tiempo de su precariedad, como criatura que revela de muchas formas los estragos del pecado en su ser. Este enfoque invita a la persona a la dependencia de Dios como fuente de bondad, gracia y virtudes. En un texto teológico escrito por Francisco Lacueva (El hombre: su grandeza y su miseria) leemos: "El tema del hombre es siempre de singular relevancia, porque nos afecta a cada uno de nosotros en lo más íntimo de nuestra existencia y de nuestra personalidad. Y el hombre es, ante todo, proyecto existencial con un destino eterno. De ahí que la existencia humana esté llena de problemas: el problema del pecado, él problema del mal, el problema de la muerte, él problema de la guerra, el problema del hambre, el problema de la carestía de la vida, el problema de la contaminación atmosférica, los múltiples problemas sociales, el problema del dolor y del sufrimiento, etc. Pero todos estos problemas que nos espolean inquietantemente en búsqueda de una solución satisfactoria, tienen un eje común constituido por las tres preguntas siguientes: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Y sólo la Palabra de Dios tiene las respuestas correctas a estas inquietantes preguntas... El hombre moderno ha tomado conciencia de que ya no es un mero número dentro de la especie humana, ni sólo un alma que salvar a toda costa, como se pensaba en la Edad Media. Más aún, desde el Renacimiento hasta nuestra era atómica, pasando por la Revolución Francesa, la Revolución social y la Revolución industrial, el énfasis en los derechos de la persona humana, con todo lo que ello comporta, ha hecho surgir un nuevo humanismo que hace del hombre el centro del Universo." Ante lo cual sentencia Lacueva: "Quizá la completa inanición y miseria espiritual en que el Nuevo Testamento presenta a la humanidad caída (V. Rom. 3:19ss.) pueda resultar humillante para el hombre moderno, orgulloso de su cultura y de su técnica, pero la Biblia lo hace para enfatizar, junto con nuestra profunda miseria, la libre y soberana iniciativa de Dios al haberse decidido a liberarnos de toda esclavitud, enviando a Su Hijo Unigénito a revestirse de la condición humana para expiar en la Cruz nuestros pecados..." 

 

La idea es que estamos llamados a no sucumbir en los extremos del péndulo. El mismo Lacueva nos ayuda a desarrollar la idea cuando asevera: "...la Biblia no sostiene que el hombre sea bueno por naturaleza (V. Ef. 2:3), conforme al optimismo de J. J. Rousseau, pero tampoco es absolutamente pesimista, al estilo de Schopenhauer, para quien el único realismo consistía en llamar a este mundo «un valle de lágrimas». Más aún, el único verdadero humanismo, equidistante entre el excesivo optimismo y el deprimente pesimismo, es el que la Palabra de Dios proclama: el ser humano, por muy caído que se encuentre, tiene un valor inmenso por el amor inefable con que Dios le ha agraciado, hasta poner como precio de su rescate la sangre de Su propio Hijo Unigénito. Por eso, Dios nos trata con infinito respeto, porque sabe mejor que nadie que, como dice G. Thibon, «aun cuando sea para darle brillo, no se puede tratar a una persona como a un par de botas». Por eso también, el Cristianismo dista mucho de ser alienante. Es cierto que el creyente ha de vivir con la esperanza, no de «la otra vida», sino de la vida eterna que comienza aquí y ahora, pero también ha de reconocer en todo lo bueno que se lleva a cabo en este mundo, un valor estimulado por el Espíritu Santo y que ha de perdurar por toda la eternidad; y ha de entregarse con todo ahínco y competencia al trabajo que su profesión le exija, estando en esto de acuerdo con Carlos Marx, cuando escribía en su tesis 11 a Feuerbach: «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo.»

 

Al llegar a este punto, traemos a colación el pretendido axioma que afirma que la creencia en un ser supremo conduce a la enajenación del ser humano. El citado Ludwig Feuerbach dijo que Dios no sería más que una proyección sublimada y nostálgica del mismo ser humano. Es decir: todo lo que puede significar Dios (o un dios) es el vaciamiento de la identidad humana en un supuesto ser infinito que se encuentra fuera de él. En palabras sencillas: el ser humano inventó a Dios, o a los dioses; y el "invento" resultó ser el mismo ser humano transformado en un ser abstracto y totalizante. Para Feuerbach, el resultado era que el engrandecimiento de Dios implicaba el empequeñecimiento del ser humano, y por tanto, el impedimento a sus posibilidades de realización. Pero, esta idea resulta incoherente con el contenido bíblico. Según las Escrituras -de lo cual la teología reformada se hace eco, cuando el ser humano fija su atención y su obediencia a los preceptos divinos entonces se produce su verdadera realización. De paso, es librado del exabrupto de hacer de sí mismo un pseudo-dios. Tenemos la sospecha de que Feuerbach, y con él toda forma de humanismo antropocentrista, confundió al Dios de Jesús y la Biblia con el Dios de los filósofos e ideólogos de su tiempo.

 

La diivinización humana o antropolatría nos gusta ilustrarla con el personaje creado por Goethe: El aprendiz de brujo. En esta fábula, que el compositor francés Paul Dukas se encargó de convertirlo en poema sinfónico y Walt Disney en un comic para su película Fantasía, el personaje central pierde el control de las fuerzas que ha desatado con su magía mal aprendida. Lamentablemente hoy todos somos testigos y protagonistas de que el humano que juega a ser dios, olvidándose del consejo del Dios revelado en las Escrituras, es responsable también de haber puesto en marcha un conjunto de fuerzas que atentan contra sí mismo y contra su entorno. Como nunca la llamada raza humana está hoy en peligro de extinción como producto de sus "juegos" irresponsables. En oposición, el escenario trazado en la elaboración teológica reformada es que el humano se responsabilize por las facultades inerentes a sus capacidades creadoras, desde el plano de la cooperación con Dios y en solidaridad con el resto de la creación a la cual pertenece. Hacerlo así, significa embellecer y dignificar su humanidad.

 

2. Un segundo elemento clave en la teologia reformada calvinista tiene que ver con remarcar la soberanía de Dios en la historia "profana" y en la historia de la salvación. Dios es soberano en su providencia, en su presencia activa en el devenir de la humanidad y su mundo. De manera que Dios es quien tiene todas las cosas bajo su control y voluntad. Dios es de igual modo soberano en la redención: la salvación humana es un acto enteramente diseñado, dispuesto y accionado por el querer, la misericordia y la gracia de Dios. "Si la Creación fue el ejercicio único de energía divina que causó la existencia del mundo, -escribió J.I.Packer, la providencia es el continuo ejercicio de la misma energía por la cual el Creador, de acuerdo a Su voluntad mantiene con vida a todas Sus criaturas, se involucra en todos los eventos y dirige todas las cosas a su meta determinada. El modelo es uno de gobierno personal controlando todo al involucrarse personalmente. Dios está completamente a cargo de este mundo. Su mano podrá estar escondida, pero Su gobierno es absoluto.” De Mathew Henry leemos: "La Providencia divina ordena y dirige aquellas cosas que para nosotros son perfectamente casuales y fortuitas. Nada ocurre por casualidad, ni es un evento determinado por la suerte, sino que todo ocurre por la voluntad y el consejo de Dios. En lo que el hombre no tiene nada que ver, Dios está íntimamente involucrado.” Un pensador reformado expresó: "Algo importante que debemos recordar de la Providencia de Dios es que tiene un propósito, es decir que está dirigida hacia una meta. Pablo le escribió a los Efesios que Dios, “hace todas las cosas según el designio de Su voluntad” (Ef 1:11). No algunas, no muchas…¡todas! No hay nada que no haya sido ordenado por Dios. De una manera general todas esas cosas tienen el propósito de mostrarnos la gloria de Dios... Ahora, sí debemos admitir que la manera en la que esto ocurre es un misterio. Cómo es que Dios decreta y ordena todas las cosas que suceden en la tierra sin coaccionar a Sus criaturas, no lo sabemos. Pero esto no nos da el derecho de negar la clara enseñanza de la Biblia con respecto a Su Providencia."

 

Precisamente, cuando la teología reformada pone de relieve que Dios es soberano en la creación, resaltando el gobierno de Dios sobre ella, llama la atención de una vez a la responsabilidad de sus criaturas -específicamente del ser humano, como administrador del planeta, llamado a rendir cuentas por su cuidado. El usufructo responsable de la naturaleza, como derivado obvio del respeto a su Creador, debe ser una de las consecuencias de la soberanía de Dios. De manera que toda persona orientada por la fe biblica y cristiana, se tendrá que constituir en mayordomo de la creación. 

 

En lo que se refiere al tema de la salvación, el ser humano, ante la majestad y santidad de Dios, no le queda sino depender de la bondad y la gracia de Él, y asumir una profunda conciencia de su pecaminosidad. El calvinismo subrayó la total incapacidad humana para justificarse, por mérito propio, delante del Dios Santo. Una vez redimido de su condición pecaminosa, por la aplicación de los hechos salvíficos y redentores de Cristo Jesús, el ser humano está llamado a vivir la vocación de la santidad en todos sus órdenes: el personal, el familiar y el social en general. "La Reforma se interesó por la perfecta y completa suficiencia de la obra redentora de Cristo. Se equivocan quienes piensan que los reformadores se opusieron a las buenas obras y a las prácticas piadosas; lo que ellos negaron fue la naturaleza meritoria de las buenas obras. Los reformadores se opusieron vehementemente a cualquier sugerencia de sinergismo, la falsa enseñanza que da lugar a la cooperación con Cristo para suscitar en nosotros la fe, y lo hace de tal manera que le concede al hombre mérito personal en ello." (José Grau) El expositor J. MacArthur nos advierte también en cuanto al tema: "Ninguna doctrina es más despreciada por la mente natural que la verdad de que Dios es absolutamente soberano. El orgullo humano aborrece la sugerencia de que Dios ordena todo, controla todo, y gobierna sobre todo. La mente carnal, ardiendo en enemistad en contra de Dios, aborrece la enseñanza bíblica de que nada sucede a menos de que sea de acuerdo a Sus decretos eternos. Sobre cualquier otra cosa, la carne aborrece la noción de que la salvación es la obra de Dios en su totalidad. Si Dios escogió a aquellos que serían salvos, y si Su decisión fue establecida antes de la fundación del mundo, entonces los creyentes no merecen crédito en absoluto por algún aspecto de su salvación. Pero esto es, después de todo, precisamente lo que la Escritura enseña. Aún la fe es el regalo de gracia por parte de Dios a Sus escogidos. Jesús dijo, “ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:65). Ni “al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mt. 11:27). Por lo tanto, ninguna persona que sea salva tiene algo de que gloriarse (Ef. 2:8-9)."

 

Por supuesto, para nuestra lógica, es difícil conciliar cómo puede darse simultánemente el designio irrestricto de Dios por sobre todos los acontecimientos a la par de las contingencias y decisiones humanas. Una respuesta podría ofrecerse en los términos de la forma como las Escrituras ubican la "mente" de Dios desde dos planos, dos perspectivas. Llamemos perspectiva "vertical" aquella desde la cual Dios "habla desde los cielos"; desde el plano donde la dimensión espacio-tiempo es inexistente. En donde las cosas que no son (según nuestro entendimiento) son con si fuesen (según lo decretado por Dios).

 

Está, por el otro lado, la perspectiva "horizontal", desde la cual Dios ha dado a sus criaturas la tarea de desarrollar los acontecimientos. Este el plano de la dimensión espacio-tiempo, en el cual nos movemos y el único tangible para nuestros sentidos. En donde las cosas son y pueden llegar a ser. Esta doble perspectiva es lo que nos permite entender, como una sola verdad, por citar un ejemplo, el hecho de que Dios "aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo... y con El nos resucitó, y con El nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús" (Efesios 2:5-7) y por otro lado "que negando la impiedad y los deseos mundanos, vivamos en este mundo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús" (Tito 12b,13). El ya y el todavía no.

 

 

 

ACTUALIDAD Y CATOLICIDAD DE LA REFORMA

(editado)

Pierre Courthial

 

Es mejor hablar de la actualidad y la catolicidad de la Reforma que de la actualidad y catolicidad de los reformadores.

 

La obra de los reformadores sigue siendo «ejemplar», ciertamente, pero no para que la copiemos o la repitamos sin más.

 

No podemos erigir a nadie, ni siquiera a ninguno de los reformadores, en el doctor de la Iglesia. La gran lección de los reformadores precisamente nos enseña que el único doctor soberano de la Iglesia es el Espíritu Santo. La Iglesia, en realidad, no comenzó con los reformadores; y tan bien supieron ellos esto que su obra, a veces, no es más que un tejido de referencias a los «Padres». La Iglesia, además, ha continuado su marcha desde entonces. Vivimos en el siglo xx y hemos de enfrentarnos con el mundo de hoy.

 

Calvino, por ejemplo, fue un hombre genial, un gran reformador, uno de los teólogos más eminentes de la Iglesia desde Agustín. Nuestra tarea, sin embargo, no es sólo eclesiástica o teológica. No se nos llama a que seamos «agustinianos» o «calvinistas»: Agustín y Calvino también se equivocaron en algunas cosas. Mas lo que es verdadero, fuerte, bello, actual y católico de estas tradiciones, de esta herencia, es precisamente lo que no resulta original, lo que han recibido, conservado y transmitido de la Palabra de Dios.

 

Evidentemente, es ya gran originalidad no querer ser original.

 

Los reformadores recordaron a los hombres, y en primer lugar a los hombres de la Iglesia, la autoridad soberana, plena e infalible de la Escritura. Y el movimiento profundo y permanente de la Reforma consiste en este recurso, este retorno a la autoridad de Dios.

 

Como en todo siglo de la historia, es necesario volver a este principio, permanecer en él. Los siglos pasan; nuevas modas y corrientes intentan atacar y criticar la autoridad de la Escritura; la Biblia es objeto de burla; se la desprecia, se la niega toda autoridad. Sin embargo, la Escritura sigue siendo, por el poder del Espíritu Santo, la autoridad suprema de la Iglesia universal para todas las situaciones (incluso cuando la quinta columna del enemigo parece haber logrado su objetivo). Sin cerrar los ojos a la investigación y a los problemas de la exégesis, hoy hemos de afirmar lo que afirmó en su día la Confesión de Fe de las Iglesias Reformadas de Francia (1559):

 

«Creemos que la Palabra contenida en estos libros tiene a Dios por autor, y que recibe asimismo toda su autoridad de Dios solamente y no de los hombres.

 

«Esta Palabra es la regla de toda verdad y contiene todo lo que es necesario para el servicio de Dios y nuestra salvación; no está, pues, permitido a los hombres, ni siquiera a los ángeles, quitar o alterar nada de ella.

 

«De lo que se sigue que ni la antigüedad, ni las costumbres, ni el número, ni la sabiduría humana, ni los juicios, ni los arrestos, ni las leyes, ni los decretos, ni los concilios, ni las visiones, ni los milagros pueden oponerse a esta Sagrada Escritura, sino que, al contrario, todas las cosas deben ser examinadas, resueltas y reformadas por ella.»

 

La tarea, siempre actual y siempre católica, de la Reforma debe ser reemprendida y proseguida en la paciencia y la esperanza que vivifica el Espíritu Santo.

 

Nada de lo que ha sido creado, nada de lo que es humano, ningún dominio de la creación, ninguna parte de la existencia del hombre debe ser puesta de lado, sustraída o rechazada.

 

Si la «naturaleza» ha sido radicalmente corrompida por la caída, todavía más radicalmente ha sido renovada por la gracia de Dios en Jesucristo.

 

De acuerdo con la Biblia, nos diría Calvino, no queremos saber nada, ni en teoría ni en práctica, de una oposición entre «naturaleza» y «gracia»; sólo existe una antítesis religiosa radical: «pecado-gracia».

 

Todos los frutos de todos los árboles del Jardín eran buenos para comer, salvo el fruto del árbol-prueba, que vino a ser como un «test» de la obediencia a la Palabra de Dios.

 

Todas las artes y todas las ciencias están abiertas al hombre; solamente la apostasía es pecado.

 

Todo el universo se halla delante de nosotros con toda su diversidad; todas las posibilidades, todas las vocaciones son nuestras, con toda su riqueza; pero nosotros estamos con Cristo... o por el Enemigo.

 

No dudemos, pues, más y no temamos hablar de ciencia cristiana, de filosofía cristiana, de sociología cristiana, de arte cristiano, etc., como rio tememos referirnos a la Iglesia cristiana, a la teología cristiana, a la moral cristiana, etc.

La oposición entre el Reino de Cristo y el reino de las tinieblas no es, de ninguna manera, una oposición entre ciertos do¬minios de la creación y otras esferas. En un sentido todo es «profano». En otro sentido todo es «sagrado». Pero no existe un lado «profano» y otro «sagrado» en la naturaleza creada del mundo y del hombre.

 

No existe, por ejemplo, una filosofía que sólo puede ser «profana» y una teología capaz solamente de ser «cristiana». Tampoco hay Estado que sólo alcanza a ser «profano» e Iglesia que no sabe ser más que «cristiana», etc....

 

La antítesis religiosa radical se encuentra en cada dominio y no entre un dominio y otro.

 

He aquí por qué la obra de la Reforma no se alcanza «una vez por todas», sino que permanece necesaria siempre y siempre ha de ser reemprendida. De ahí que la obra de la Reforma tiene que ver no solamente con la Iglesia y la teología (si bien se re-laciona con ambas de manera primordial), sino con las artes también, con las ciencias, con la filosofía, con la familia, con la sociedad, etc....

 

¡En esto consiste la catolicidad y la actualidad de la Reforma!

 

Es decir: en la grandeza —que no puede borrar ni nuestra miseria— de la vocación cristiana.

 

Contra todo panteísmo, por camuflado que esté, Calvino, siguiendo dócilmente la Biblia, nos enseña a no olvidar jamás la -frontera entre el Creador y la criatura. El cristiano vive humildemente en el respeto de la misteriosa Majestad de Dios.

 

Pero, no obstante, contra toda forma de deísmo, Calvino, siguiendo siempre las Escrituras, nos muestra toda la rica diversidad de lo creado y nos enseña que pertenece a Dios, que es de Dios, por Dios y para Dios. El cristiano vive fielmente en la certidumbre de la misteriosa Presencia de Dios.

 

La Soberanía y la Presencia del Dios vivo en todos los dominios y sobre todas las esferas de la Creación nos son reveladas en el Espíritu Santo por la Sagrada Escritura.

 

Todo lo que existe no vive más que bajo esta soberanía y en esta presencia.

 

Por consiguiente, toda elaboración autónoma de una filosofía, de una ciencia, de una teología, de una política, es apostasía.

 

El principio de la Reforma, el principio escriturístico, es un principio universal. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que podamos encontrar una filosofía, una ciencia, una teología, una política, en la Santa Escritura. No. Pero sí quiere significar que nuestras investigaciones, sea en el dominio que sea, no podrán avanzar legítimamente si no se prestan a ser «reformadas» por una atenta obediencia a la Palabra de Dios, a la Escritura Santa.

 

No existe ninguna filosofía, ni ciencia, ni teología, ni política, reveladas e infalibles. Pero sí tenemos una Palabra de Dios revelada e infalible, en la cual recibe el cristiano la norma de todo pensamiento y de toda vida; en esta Palabra encuentra el mandamiento, la legitimación y la posibilidad de una filosofía, de una ciencia, de una teología, de una política cristianas.

 

El más grande servicio, el mejor testimonio que los cristianos pueden llevar al mundo, en la caridad de Jesucristo, es el de ser fieles (el tratar de ser fieles) a su Señor en todas las esferas de su existencia.

 

No es posible ninguna clase de neutralidad. Ninguna forma de la vida ni del pensamiento es neutra. Los cristianos lo saben por la verdad sellada en sus corazones por el Espíritu Santo. Deben, pues, atrevidamente, colocar por todas partes la bandera del Rey al cual todo pertenece por derecho de creación y de salvación, manifestando así la antítesis (contra Regem o pro Rege) que se plantea en primer lugar, como una gracia y como una espada, en sus propias vidas y en sus propios pensamientos.

 

Aceptar que una filosofía, o una ciencia, o una teología, o una política sean no cristianas, o neutras (o que pueden permanecer sin el anhelo de ser cristianas) equivale a querer robarle a Cristo parte de lo que le pertenece; es una desobediencia, es una injusticia.

 

Somos ya bastante injustos y desobedientes en nuestro «tratar» de ser cristianos para que no tengamos que añadir, además, la injusticia y la desobediencia conscientes y queridas de no intentar ser cristianos en tal o cual esfera de nuestra vida, en tal o cual dominio de la existencia.

 

La santificación es interior en primer lugar, en su raíz, en el fondo de nuestro ser. Pero del corazón manan las fuentes de la vida, y la santificación produce sus frutos de renovación en toda la extensión de la existencia, según la ley de Dios y para su gloria. La redención en Jesucristo es radical e integral; y la Cosecha de nuestro Maestro cubre toda la tierra.

 

Cuando el mundo se halla encadenado por toda suerte de tiranías (de Iglesia, de Estado o de Revolución), Jesucristo nos invita a la libertad verdadera, la de no ser más que nosotros mismos según nuestra vocación divina.

 

Ciertamente, aquí abajo sólo tendremos un «pequeño comienzo» de libertad, un «pequeño comienzo» de obediencia. Pero este «pequeño comienzo» no tiene precio porque es real, porque entraña la verdad, porque es de la Verdad y vive para ella.

 

Cuando se nos presentan toda clase de razones y de sinrazones, Dios nos libera por su Palabra que es la Verdad y nos consigue el verdadero conocimiento de él y de nosotros mismos.

 

De donde esta certeza, este gozo, esta paz en Dios que han caracterizado siempre al creyente reformado, y lo caracterizan hay todavía en medio de un mundo en el cual la angustia y la incertidumbre quieren pasar, como de contrabando, por virtudes cristianas.

 

Sí, somos verdaderamente libres; sí, sabemos en quién hemos creído; sí, somos cristianos. Y esto no viene de nosotros (nosotros, tan débiles, tan ignorantes, tan culpables); es el don de Dios. Pero es un verdadero don, un verdadero tesoro entregado a estos «vasos de barro» que somos todos nosotros.

 

Bien, que se nos acuse, que se nos descubran nuestros defectos. Pero nada de esto podrá hacernos renegar ni de la gracia que nos es concedida ni de Aquel que nos la ha concedido. Estamos dispuestos a pasar por ignorantes, como San Pablo. Pero afirmamos que la Palabra de Dios es infalible. Que nos ataquen, que nos hieran a nosotros. Nosotros que, no obstante, seguimos afirmando con una apacible y gozosa seguridad que Jesucristo es el Señor y que la Biblia que da testimonio de él es la Palabra de Dios. Y, por consiguiente, nadie tiene derecho de atacar la santidad de este Señor y de esta Palabra suya.

 

Ignoramos el pasado mañana que nos espera y los que vendrán luego para los hombres y el mundo después de nosotros. Ignoramos —y no queremos saberlo— lo que Dios no nos ha revelado. Pero sabemos lo que la Biblia nos promete y nos ordena. Y esto basta para emprender contra toda esperanza y para perseverar contra todo éxito. No nos preocupa ningún otro sentido de la historia que el que nos ha sido desvelado en la Sagrada Escritura...

 

Intentamos tan sólo encaramos, según las exigencias de la Palabra de Dios, con los problemas que se nos plantean a nosotros hoy. Sin querer angustiarnos por el pasado mañana desconocido. Bástale al día su afán. Esperemos con esperanza, y ocurra lo que ocurra mientras tanto, el retorno de Cristo en su gloria, la resurrección de los muertos, la transfiguración del universo, los cielos nuevos y la tierra nueva en los que reinará la justicia.

 

Lejos de dar la espalda a las sencillas tareas presentes que nos exige la Palabra de Dios, la esperanza final nos permite emprenderlas sin temor y sin ilusiones, ciertos del triunfo de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a la luz admirable de su Hijo, el Rey. Cristo es Señor, es Soberano. Y nosotros estamos ya en su Reino. Ahora. A despecho del diablo y la muerte.

 

Nada es más contrario a la Biblia y a la fe reformada que una religión «insular», desligada de los hombres y de la vida del mundo.

 

Cierto que la fe cristiana es una fe «personal», una relación viva entre Dios y «yo». Y no puedo cargar sobre otro mi propia «responsabilidad»; ni sobre ninguna Iglesia, ni sobre ningún Estado, ni sobre los demás. La «comunidad», lo «comunitario» se ha puesto tanto de moda en la actualidad que es necesario subrayar enérgicamente la relación personal con Dios y la responsabilidad personal de cada uno delante de la Palabra de Dios.

 

La lectura personal de la Palabra de Dios, el examen personal de lo que leemos, de lo que escuchamos (en el pulpito, en la cátedra y en todas partes) y de lo que vemos, vuelven a ser, como en el siglo xvi, una necesidad imperiosa.

 

Henos de nuevo en un tiempo en que el derecho y el deber del libre examen se imponen de nuevo con fuerza. No es necesario, en efecto, que pretendidas autoridades —incluso ataviadas con «una doctrina de la Palabra de Dios»— vengan a sustituir la única autoridad legítima de la Palabra de Dios. No nos hacen falta esas «autoridades». Basta la de la Palabra divina. Y deber y responsabilidad de cada uno de nosotros es la comprobación y el examen —no para convertirnos en nuestros propios maestros, no para que cada uno se haga guía de sí mismo con exclusión de los demás—, de manera que volvamos siempre al mismo Señor, al único Soberano, y a lo que él quiere decirnos, prometernos, ordenarnos por su Palabra.

 

La lectura, el estudio y la meditación personales de la Biblia son las premisas indispensables para librarnos de las modas teológicas que constituyen una de las plagas del protestantismo desde hace dos siglos. El teólogo que me ayuda a leer y a escuchar la Palabra de Dios en su unidad y diversidad es un buen teólogo. El teólogo que con su teología sustituye a la Biblia es un mal teólogo.

 

El verdadero movimiento de la Reforma «desvela» la Palabra de Dios, nos vuelve a ella y nos hace huir de las modas teológicas como de la peste.

 

En el juicio de Dios no podremos escudarnos tras ninguna Iglesia, ni pastor, ni tras los «doctores» por brillantes que hayan sido.

 

La Palabra de Dios está aquí, cerca de mí, entre mis manos, para serme bandera y luz en el camino; de donde se sigue mi innegable responsabilidad personal ante ella y la necesidad de mi libre examen.

 

Pero el que la religión deba ser personal no significa que tenga que ser individualista, o particularista, o «insular».

 

La Palabra de Dios me abre a la «catolicidad» de la creación. La Palabra de Dios me arranca de mis estrecheces. La Palabra de Dios «catoliza», unlversaliza, mi corazón. Cristo tiene todo poder en los cielos y en la tierra. Sobre todo. Siempre y en todo lugar.

 

Lo que me parece significativo y característico de la Reforma para nuestro tiempo es un espíritu a la vez fiel, sometido al Señor que habla en toda la Escritura, y, al mismo tiempo, atento a todo lo que se piensa, se dice y se hace en el mundo. Una ortodoxia cerrada, un modernismo infiel, he aquí las dos cosas que no podemos practicar los discípulos de la Reforma.

 

LA LECCIÓN DE LA REFORMA PARA NOSOTROS, HOY

José Grau

 

La Reforma nos presenta una triple lección: 1) en relación con la autoridad suprema (Erstinstanz), 2) en relación con el punto de vista correcto sobre el hombre y 3) en relación con la plenitud del poder espiritual.

 

I. La primera parte de esta lección tiene que ver con la importante materia de la autoridad suprema. Cierto que el concepto que el hombre tenía del universo ha cambiado. Pero es equivocado exaltar esta cambiada perspectiva del mundo al lugar de la suprema autoridad (Erstinstanz). Incluso la lógica se opone a ello. Lo que cambia no puede ser norma normans. Solamente aquello que por sí mismo se halle libre del ciclo de la mutabilidad puede ser autoridad suprema, Dios es esta autoridad última y no alguna construcción del mundo (Weltbild) que nosotros podamos hacer. Dios es inmutable.

 

Este Weltbild entronizado como autoridad final, está todavía menos justificado que nunca hoy, cuando el concepto científico-natural del mundo de nuevo se ha sentado en el trono. Ha pasado el tiempo en que se consideraba posible absolutizar una perspectiva causal-mecanística del mundo, elevándola casi a la categoría de una filosofía. Incluso si la existencia de Dios no puede ser probada científicamente, tampoco puede ser negada científicamente.

 

Se sigue de todo ello que si el problema en torno a la autoridad última aparece claramente planteado, y si Dios, y no cualquier concepto del mundo —cualquier idea humana racionalista—, es la autoridad última, entonces la triple característica de la Reforma conserva todavía hoy plena validez. En efecto, también hoy se nos plantea la misma triple problemática: la absoluta gloria de Dios, la absoluta suficiencia de la obra expiatoria de Cristo y la certeza personal de la salvación.

 

II. Estudiaremos ahora la segunda lección de la Reforma, la que trata de determinar un concepto válido del hombre. Es verdad que muchas personas en la actualidad están influidas e impresionadas por la ciencia y la tecnología. Pero es equivocado capitular ante este hecho, convertirlo en un condicionamiento de nuestra proclamación del Evangelio. Es absurdo razonar, por ejemplo, que, dada la incredulidad frente a los milagros de mucha gente moderna, nosotros tenemos que decirles a estas personas que nunca hubo milagros. Cualquier teólogo o cristiano que haga esto, de hecho enarbola la bandera blanca de la rendición frente a los seguidores idólatras de la ciencia y la tecnología. Ese tal no está en condiciones de ayudar al hombre moderno.

 

Hemos de reconocer claramente la influencia que la técnica y la ciencia ejercen sobre muchos hombres. En realidad, todos nosotros —cristianos o no— estamos influenciados por ambas de alguna manera y hasta cierto punto. Pero incluso los que más impresionados se sienten, se dan cuenta de otros más profundos niveles de conciencia que se encuentran más allá del alcance de la tecnología y la ciencia. Y es ahí donde se toman las más esenciales y reales decisiones de la vida.

 

También quedan personas cuyo pensamiento y cuyas emociones no están decisivamente influidos por la simple tecnología y la ciencia. De ahí que, sobre este trasfondo, comprobamos cuan equivocado y absurdo es, incluso desde una perspectiva pretendidamente psicológico-religiosa, lo que hace el obispo Robinson en su libro A New Reformation, partiendo de un concepto del hombre que, si bien no diré que es totalmente desconocido, sí afirmaré que por lo menos es prácticamente inexistente. Además constituye el mayor de los errores convertir este falso punto de vista sobre el hombre en la medida que habrá de configurar la predicación cristiana.

 

Ningún concepto del mundo, así como ningún concepto del hombre, pueden convertirse en nuestra última autoridad (Erstinstanz) para la proclamación del Evangelio. Si bien en toda predicación inteligente y correcta no son olvidados jamás los puntos de vista del hombre contemporáneo sobre el mundo y sobre sí mismo, estos conceptos, no obstante, quedan sujetos a la corrección de la luz que irradia la Revelación. La revelación del Evangelio ayuda al hombre secularizado a reconocer que su enajenamiento es, de hecho, un alejamiento de Dios.

 

Ahora bien, somos deudores a la Reforma por este concepto correcto de lo que es el hombre. Le somos deudores en su totalidad. Vista desde esta perspectiva, la Reforma de 1517 se convierte en algo real e imperativo para nosotros. Porque nosotros todavía hoy estamos encarados con la problemática de la justificación de los pecadores por Dios y con la seguridad personal de la salvación. Querámoslo o no. Cuando se habla tanto de psicología en todas sus distintas ramas, y cuando demasiadas cosas quizá corren el peligro de ser despachadas como mera cuestión de psiquiatría, hemos de explicar a la gente, con toda claridad, que la seguridad de la salvación no es algo que se mide por ninguna clase de barómetro o detector de emociones. Si así fuera, el hombre quedaría arrojado a sus propios recursos. Y esto sería erróneo. La seguridad de la salvación, aunque tiene que ver con personas, sin embargo encuentra su origen en el hecho de la salvación objetiva llevada a cabo por Cristo. Dios la imputa a cualquiera que personalmente la reclama mediante un acto de fe. La certeza de la salvación no descansa, pues, en la psique del hombre, sino en la obra redentora de Cristo.

 

III. Todo lo dicho hasta aquí nos lleva como de la mano a la tercera lección que nosotros hoy podemos aprender de la Reforma; la cuestión de la plenitud del poder (Vollmacht). La Reforma estuvo acompañada de tal plenitud de fuerza espiritual que se esparció como un soplo de vida por toda Europa.

 

Nosotros, los cristianos del siglo xx, como contraste, sufrimos por el espectáculo de tantas de nuestras iglesias que parecen haberse quedado mudas. Y es que nuestras diversas iglesias y congregaciones anhelan una palabra de autoridad.

 

Al volver la vista atrás, a 1517, nos hemos de hacer dos preguntas: 1) ¿Qué es la plenitud de poder? y 2) ¿Cómo hemos de predicar para que la proclamación vaya acompañada por esta plenitud de poder?

 

Experimentar la plenitud del poder significa estar lleno de la fuerza que viene de lo alto, estar lleno del Espíritu Santo: «Esta es palabra de Yahvé...: No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Yahvé de los ejércitos» (Zacarías 4: 6). Esta plenitud de poder equivale a la total dependencia de Dios y a la más absoluta independencia de los hombres. Es asentir incondicionalmente a Cristo y negarse a sí mismo.

 

En el ejemplo de Jesús, la plenitud de poder en el sentido de completa dependencia del Padre, e independencia de los hombres, iba aunada al amor que busca y se sacrifica: «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (San Marcos 10: 45).

 

Hoy tenemos tanta plenitud de poder como Jesús tiene poder en nosotros. Porque esta plenitud no es materia de determina-ción. Procede no de la elección personal ni de uno mismo, sino de lo que nos es dado.

 

Toda la plenitud de poder espiritual en las vidas de los siervos de la Reforma no fue sino un reflejo del poder de Cristo, que habita los corazones. La plenitud de poder es el pleno sometimiento de la conciencia al Señor. Fue la total dependencia de Lutero en Cristo y el pleno sometimiento de su conciencia al Señor lo que le impulsó a declarar ante el emperador y el Imperio: «Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén.» La dependencia de Dios crea un sentimiento sobrenatural, profundo e íntimo, de estar por encima de la gente y de las circunstancias. Esto explica la carta de Lutero a su soberano temporal, en la que le dijo: «Yo debiera proteger a Su Alteza antes de que Su Alteza me protegiera a mí.»

 

Ahora consideraremos la segunda pregunta que nos hemos formulado y que concierne a la relación entre proclamación y plenitud de poder. Hemos de distinguir, en primer lugar, entre la plenitud de poder en relación con el mensaje (Sache) y la plenitud de poder en relación con las personas. Lo primero se refiere a la ineludible validez de la revelación del Dios trino, tal como nos ha sido dada en su Palabra infalible. El criticismo extremo destruye la Biblia y, por lo tanto, hace imposible la plenitud de poder. Hemos, pues, de decirle «sí» a la Sagrada Escritura. La plenitud de poder en relación con el mensaje y en relación con las personas son inseparables.

 

Y porque es así, porque las exigencias básicas de la Reforma son realmente las exigencias básicas de la Sagrada Escritura, se sigue que solamente podemos esperar plenitud de poder en la proclamación hoy si hacemos de los fundamentos de la Reforma, en su totalidad, las exigencias básicas de nuestra predicación, nuestra enseñanza y nuestra vida.

 

La proclamación en la predicación y la evangelización, de pa-labra y por escrito, debe tener como propósito la gloria de Dios y la salvación de los hombres.

 

A menudo hemos oído que durante la época de la Reforma, la principal preocupación del hombre era: ¿Cómo me allegaré a Dios? ¿Cómo le volveré en mi favor y encontraré su gracia?, mientras que la preocupación del hombre moderno es más bien: ¿Cómo podré tener buenos vecinos?

 

En nuestra respuesta a esta actitud tan generalizada en nuestros días, hemos de aclarar que ciertamente estarnos preocupados por nuestras relaciones con el prójimo para convertirlo en un buen vecino, sea quien sea, tanto si se trata del vecino americano o del ruso, o del chino, o incluso del que encontramos cada día en la calle, o aquel con quien trabajamos en la oficina. Pero solamente tendremos buenos vecinos cuando hayamos encontrado de nuevo el camino que conduce a Dios bueno. La gracia del prójimo la hallaremos en la medida que hayamos sido hechos objetos de la gracia de Dios. Incluso el problema antropológico de nuestro tiempo es, en el fondo, un problema teológico.

 

La plenitud del poder espiritual, entendido como dependencia de Jesucristo e independencia de los hombres y de sus ideologías y corrientes de pensamiento —aunque se atavíen con disfraz teológico—, nutre el valor de enfrentarse con la impopularidad. Asimismo sostiene la valentía de encarar las consecuencias. Esta proclamación, que tiene autoridad, debe anunciar a los cuatro vientos la verdad de que la razón profunda de la enfermedad espiritual de nuestro alocado mundo radica en la autoglorificación del orgullo del hombre, vanagloria que no se detiene ni siquiera a la puerta de los templos. Este constante y cada vez mayor alejamiento del hombre de Dios constituye una característica de nuestro tiempo. El azote de nuestra época es la autonomía y el antropocentrismo. En la medida que la autonomía y el antropocentrismo ganen terreno en la Iglesia y en la teología, en la misma medida la Iglesia y la teología perderán su valor, su gusto y su sal; y, lo que es peor, ambas se convertirán en traidoras de la autoridad última y de la Reforma de 1517.

 

Pero, por otro lado, en el grado que nos tomemos seriamente la revelación de Dios dada en su Palabra y la mantengamos incólume de las vacilaciones de la filosofía secular, con la que la Escritura tiene muy poco o nada que ver, en el mismo grado podemos esperar que Dios abra los cielos y derrame torrentes de su poder, torrentes que empapen a la Iglesia y a la teología modernas, a nuestra predicación y nuestra evangelización.

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