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Dios y la ciencia

Valmore Amarís

 

 

 

Una necesaria aclaratoria

 

Dedicar en este sitio web un espacio para comentar acerca de la dialéctica fe-ciencia amerita de nuestra parte un comportamiento discreto, ya que no es un área en el cual podamos efectuar afirmaciones de autoridad en la materia. He aquí entonces sendos artículos de gran valor documental, con los cuales nos identificamos aunque no los suscribamos necesariamente en su plenitud. La intención básica de publicarlos es para divulgar aportes, tal vez poco conocidos, acerca del lugar de las ciencias experimentales en el ámbito de la fe, como también para extraer insumos de suma importancia en cuanto al quehacer teológico hoy.

 

 

 

CIENTIFISMO POSITIVISTA Y CIENCIA POSITIVA HOY

 

Carlos A. Marmelada

 

 

Desde el siglo XVII las ciencias experimentales de la Naturaleza han ido gozando progresivamente de una reputación y una aceptación popular que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.

 

¿De dónde le viene la fuerza a ese triunfo popular que ha logrado la ciencia experimental? Su enorme éxito procede, sin duda, de los logros conseguidos a la hora de dominar y transformar la Naturaleza, a través de su aplicación práctica, labor de la que se encarga la técnica, acomodándola al hombre.

 

Este gran éxito, ya perceptible en el siglo XVII, dio lugar bien pronto al surgimiento del mito del progreso indefinido de la ciencia, incondicionalmente propugnado por el racionalismo ilustrado del siglo XVIII. El siglo XIX vio como algunos intelectuales alzaban la ciencia hasta el endiosamiento, al proponerla como la única modalidad válida de conocimiento objetivo. La omnipotencia cognoscitiva de la ciencia lleva a la negación de otras modalidades del conocimiento humano, concretamente la filosofía y la teología.

 

Dos guerras mundiales en el siglo XX y la introducción de la humanidad en la era nuclear, representando por primera vez la posibilidad de que el ser humano acabe con su propia existencia como especie de una forma fulminante, han hecho comprender la necesidad de un uso ético de la ciencia. Dicho de otro modo: no todo lo que es susceptible de ser realizado técnicamente es moralmente bueno para el ser humano. Por otra parte, un desarrollo tecnológico inmoderado comporta unos índices de contaminación y degradación medioambiental que resulta difícil de imaginar que pueda ser sostenible de un modo indefinido. De ahí que uno de los logros de finales del siglo XX haya sido el auge de una sensibilidad ecológica que defienda un crecimiento sostenido del progreso tecnológico y del bienestar de las sociedades humanas.

 

Sir John Eccles, Premio Nobel en Medicina, decía en un libro suyo publicado a mediados de la década de los ochenta, del pasado siglo, que las grandes corrientes ideológicas actuales podían resumirse en cinco grupos: a) el cientificismo, b) el relativismo moral, c) el materialismo, d) el evolucionismo reduccionista, y e) el ambientalismo. La suma de estas cinco clases de ideologías constituye lo que Eccles denomina: filosofía folk, una forma de pensamiento que se caracteriza por ser: divulgativa, popular y acrítica.

 

Nuestra exposición se centrará en el análisis de la ideología citada en primer lugar.

 

El cientificismo. Definición

 

El cientificismo es aquel horizonte intelectual que pretende hacer pasar por conclusiones de la ciencia experimental elementos propios de una filosofía materialista. El cientificismo es, pues, una manipulación ideológica de la ciencia por parte del materialismo, que es siempre una doctrina filosófica y no una conclusión extraible de los métodos de investigación científica.

 

Hablando de esta manipulación científica, Mariano Artigas ha declarado que: “Si un científico utiliza su ciencia arbitrariamente en función de sus preferencias ideológicas,  además de faltar a la honradez, es responsable de engañar a su público  en temas que tienen una notable importancia vital” 1.

 

Se impone distinguir entre cientificismo y ciencia positiva experimental. Ésta se dedica al estudio de la realidad empírica mediante una metodología consistente en proponer hipótesis interpretativas y explicativas, cuya verdad o validez deben ser confirmadas o refutadas mediante la experimentación. Las hipótesis comprobadas experimentalmente se consideran verdaderas mientras no surjan anomalías o datos empíricos que no puedan explicarse satisfactoriamente; o que, para mantener su validez, precisen de numerosas y complejas hipótesis ad hoc, cuya función consistiría en preservar o salvar a las hipótesis iniciales que se han visto comprometidas por la observación de nuevos fenómenos no explicables por el paradigma.

 

El cientificismo, por su parte, lo que suele hacer es intentar pasar por verdades científicas (es decir, comprobadas empíricamente o deducibles de conclusiones experimentales establecidas empíricamente) afirmaciones filosóficas asumidas de forma acrítica y enteramente a priorista. El dogmatismo del que hace gala el cientificismo, y con el que procede sistemáticamente, supone todo lo contrario de lo que, en teoría, representa la racionalidad científica: prudencia en la emisión de juicios; humildad epistemológica, o lo que es lo mismo: reconocimiento de los límites del saber científico; espíritu crítico, que impele a no aceptar como tesis firmemente establecidas lo que no pasa de ser hipótesis o conjeturas, por muy sugerentes que puedan ser; y mentalidad analítica y antidogmática que lleva a una abertura y a un diálogo fecundo con otras disciplinas del saber humano.

 

El cientificismo viene a ser la pseudociencia de quienes piensan que la ciencia lo es todo o que, al menos, es el medio principal de que disponemos para saber todo. El cientificismo vendría a ser la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado ciencia es el único que merece el título de conocimiento. Juan Luis Arsuaga (Codirector de los yacimientos pleistocénicos de Atapuerca, Burgos; y célebre divulgador científico) lo ha expresado con estas palabras: “quien quiera verdades absolutas, dogmas incuestionables e inamovibles, debe mirar hacia otro lado, que no es la ciencia. Ésta sólo elabora hipótesis, vacilantes aproximaciones a la verdad, que siempre pueden ser modificadas total o parcialmente por la fuerza de los hechos: pero es lo mejor que el espíritu humano es capaz de crear” 2. A este respecto cabe recordar las palabras, más acertadas, de Francisco Ayala, recogidas en su primer libro de divulgación científica, por otro de los codirectores de dichos yacimientos, José María Bermúdez de Castro, en las que se reconoce que “la ciencia es una forma de conocimiento, pero no es la única forma. El conocimiento deriva de otras fuentes, tales como el sentido común, la experiencia artística y religiosa y la reflexión filosófica” 3. Además, respecto a esas hipótesis de las que nos habla Arsuaga, aplicadas al campo de la paleontología humana, resulta pertinente recordar las palabras del célebre paleontólogo Stephen Jay Gould, recientemente fallecido, y recogidas por Mariano Artigas quien, hablando de las filogenias, nos recuerda que: “Sería conveniente tomar buena nota de una observación de Gould, que sin duda es seria, pues se refiere a hechos concretos de su especialidad y afecta a las pruebas básicas del evolucionismo: «los árboles genealógicos de las líneas de la evolución que adornan nuestros manuales no contienen datos más que en las extremidades y en los nudos de sus ramas; el resto son deducciones, ciertamente plausibles, pero que no vienen confirmadas por ningún fósil». Habría, pues que señalar claramente que las líneas y flechas que unen esos extremos son hipotéticas, y no presentar las hipótesis como certezas o como la única explicación posible” 4.

 

Las ideas cientificistas se apoyan en una extrapolación del método de la ciencia experimental. El cientificismo presenta como científicas unas ideas que van más allá de lo que la ciencia experimental puede afirmar haciendo uso del método de investigación científica. Además, cataloga como pretensiones cognoscitivas carentes de sentido todas aquellas formas de conocimiento que no se ajusten a los métodos de análisis experimental de la naturaleza utilizados por las ciencias empiriométricas.

 

El enorme éxito social que alcanza la aplicación práctica de los logros de la investigación científica, lleva a realizar algunas afirmaciones científicamente injustificadas, y filosóficamente discutibles. Por ejemplo: el gran éxito social de la ciencia experimental de la Naturaleza, lleva a la afirmación de que la única forma de conocimiento objetiva válida es la propia del conocimiento científico; como éste sólo estudia entes materiales, se acaba concluyendo que lo único que existe realmente son las cosas materiales.

 

Dicho con otras palabras: “De la afirmación no conocemos nada que se sitúe más allá de nuestra experiencia sensible, se pasa fácilmente a la siguiente: no existe nada más allá de los datos de nuestra experiencia sensible” 5. Carlos Cardona también lo ha sabido ver con claridad y, además, lo ha explicado con gran sencillez: “Es muy frecuente el paralogismo de empezar por decir «no se sabe si...», e inferir en seguida que «se sabe que no...»” 6.

 

Kant se pronunció rotundamente contra este tipo de planteamiento y denunció la falsedad que encerraba el salto injustificado que da. Para Kant la experiencia nunca puede demostrar que una causa no exista por el mero hecho de que ésta nunca pueda captarla, lo único que la experiencia enseña es que no podemos percibirla: “¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por medio de la experiencia —dice Kant—, cuando ésta no nos enseña otra cosa sino que no percibimos la causa?” 7 .

 

Así, al afirmar que la ciencia experimental es el único modo de conocimiento objetivo válido, ella se convertirá en el criterio de verdad. De este modo, sólo podrá ser verdadero aquel conocimiento que se ajuste a los parámetros del conocimiento científico experimental. Pero al adoptar esta posición, el cientificismo incurre en una abierta contradicción, ya que las tesis cientificistas no son la conclusión de ninguna ciencia experimental y, por consiguiente, carecen de validez si se le aplica el criterio de verdad cognoscitiva por él establecido. De este modo, el cientificismo aparece en su verdadera dimensión, o sea, como un postulado injustificable y arbitrario.

 

Orígenes y desarrollo del cientificismo

 

No pretendemos hacer un estudio exhaustivo del origen del cientificismo, pero sí dar unas pinceladas sobre este tema.

 

Ahondando sus raíces hasta el nominalismo ockhamiano, el cientificismo actual emerge a partir del empirismo radical humeano. Tras pasar por el optimismo ilustrado y el positivismo decimonónico, alcanzará su auge intelectual en el neopositivismo vienés del siglo XX, que ve en la ciencia la única forma de conocimiento objetivo válido y en la experiencia el único criterio de significación cognoscitiva. A caballo de los siglos XIX y XX el marxismo también manipulará ideológicamente a la ciencia presentándola como la avaladora incontestable de sus tesis materialistas. Veamos muy brevemente este itinerario intelectual seguido por le cientificismo.

 

Dado que el conocimiento sensible es respecto a nosotros (quoad nos) el más evidente, fácilmente nos puede asaltar la tentación de considerar la contrastación empírica como el criterio de significación y el criterio de veracidad, de modo que una proposición resultará verdadera sí y sólo sí resulta empíricamente contrastable, y un término lingüístico solamente tendrá sentido si podemos asignarle un referente empírico. En el Tratado de la Naturaleza Humana, Hume afirma que las ideas del entendimiento no son otra cosa que copias más o menos débiles de nuestras impresiones sensoriales, de esta suerte todo lo que conoce nuestro entendimiento de una forma objetiva antes ha estado presente en nuestra sensación; o lo que es lo mismo, los contenidos de nuestro conocimiento intelectual si tienen validez objetiva sólo pueden hacer referencia a cosas de la realidad empírica susceptibles de ser captadas por los sentidos. En su obra: Ensayo sobre el entendimiento humano, Hume también presenta el criterio de significación de una forma netamente empirista, formulándolo en los siguientes términos: “Si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una, esto servirá para confirmar nuestra sospecha” 8.

 

Aunque Kant no es un empirista radical, sino un idealista trascendental afirma que real “es lo que se halla en interdependencia con las condiciones materiales de la experiencia” (Krv. B 266), lo que equivale a decir que el criterio de realidad, el criterio para que algo aparezca como real, es que se nos presente dado en la experiencia sensible, es decir, que se nos aparezca ante los sentidos. Así, para Kant “es real lo que de acuerdo con las reglas empíricas, se halla vinculado a una percepción” (Krv. A 376). Esto significa que no podemos conocer la realidad de una cosa sin mediar alguna percepción por parte nuestra. Así Kant insiste en que “es real todo cuanto se halla en conexión con una percepción según las leyes del progreso empírico” (Krv. B 521). Reconocemos explícitamente lo heterodoxa que puede parecer nuestra interpretación de estos textos kantianos, tan alejada de la clásica visión del idealismo trascendental, al situar en este tema al gran filósofo alemán entre el empirismo humeano y el Neopositivismo lógico, pero en este punto el filósofo de Könisberg se nos presenta como un pensador de fuerte acento empírico.

 

Ya hemos dicho que el optimismo ilustrado ve en la ciencia la panacea que solucionará todos los problemas de la humanidad gracias a su progreso indefinido. No importa que la ciencia no consiga arreglar algo ahora, en el futuro sí lo conseguirá. La Ilustración mantuvo lo que podríamos llamar un cientificismo optimista.

 

El positivismo comtiano se cimentó sobre la ley de los tres estadios, que se dan tanto a nivel de la especie humana (filogénesis) como a nivel de cada individuo (ontogénesis). El primer estadio es el religioso (y abarcaría desde los orígenes de la humanidad hasta el nacimiento de la filosofía en Grecia; a nivel de individuo correspondería a su infancia). El segundo estadio es el metafísico (que comprendería desde la filosofía griega hasta el siglo XVII-XVIII; en una persona su equivalente sería la adolescencia). El tercer y último estadio sería el correspondiente al espíritu positivo que sería aquél en el que la ciencia habría substituido a la religión y a la metafísica; Augusto Comte en el siglo XIX habría hecho entrar a la humanidad en este estadio, las personas lo alcanzarían individualmente en su madurez. Aunque Comte idolatraba la ciencia, comprendió que la humanidad no podía vivir sin religión, por este motivo inventó una: la religión de la humanidad, en donde algunos de los grandes personajes que había dado la historia eran los santos a venerar, y Clotilde de Vaux, su amante, la gran sacerdotisa de esa religión y el modelo a seguir.

 

El Neopositivismo lógico es en este punto, como en tantos otros, heredero de esta tradición, así lo testifica Carl Gustav Hempel cuando define el criterio de significación empírica tal como era concebido por el círculo de Viena: “El principio fundamental del empirismo moderno es la idea de que todo conocimiento no analítico se basa en la experiencia. Llamamos a esa tesis el principio del empirismo. El empirismo lógico contemporáneo le ha añadido la máxima según la cual una oración constituye una afirmación cognoscitivamente significativa y puede, por tanto, decirse que es verdadera o falsa únicamente si es, bien 1) analítica o contradictoria, o bien 2) capaz, por lo menos en principio, de ser confirmada por la experiencia” 9.

 

Presa de su impotencia, la superación del radicalismo neopositivista conllevó el hundimiento intelectual del cientificismo. Sin embargo éste aún pervive, y de una forma muy extendida, en el acervo acrítico del actual imaginario colectivo popular. Es decir, la mentalidad del hombre occidental es, por defecto, cientificista, puesto que está convencido que muchas de las verdades que le proponen los textos divulgativos o los medios de comunicación masiva son verdades que la ciencia ha establecido sólidamente mediante sus métodos de investigación empírica.

 

Hoy en día el ámbito propio de expansión de la ideología cientificista es el campo de la divulgación científica. Cuando el estudioso ahonda en el trabajo de los grandes investigadores puede sorprenderse al descubrir que las certezas son menos numerosas de lo que se suele decir; y las incertidumbres, como no podría ser de otro modo, son más de lo que inicialmente se suponía. Pese a los grandes avances tecnológicos y los descubrimientos realmente espectaculares que se han realizado a lo largo del siglo XX y principios del XXI, todavía no sabemos cómo se originó el Universo, cómo apareció la vida o cómo surgió el hombre, por citar sólo tres de las grandes cuestiones que, en no pocas ocasiones, suelen ser presentadas por los textos divulgativos y los mass media como casi resueltas; cuando, en realidad, aún nos queda mucho por saber en esos campos. Es precisamente en el terreno de la cosmología y de la paleontología humana donde pueden hallarse uno de los últimos reductos en los que aún sobrevive lo que podríamos denominar: cientificismo académico.

 

Un ejemplo práctico de cientificismo en la ciencia positiva

 

En paleoantropología son muchos los autores que sostienen una concepción puramente materialista del hombre, considerando inaceptable conceder cualquier validez a elementos metafísicos inscritos en una antropología filosófica y/o religiosa, por el simple hecho de que tales elementos, el alma humana por ejemplo, no son susceptibles de ser analizados con los métodos propios de la ciencia experimental, ya que no dejan una huella en el registro fósil o no pueden ser objeto de estudio de la biología molecular. Esto equivale a afirmar que sólo la ciencia positiva experimental representa una forma de conocimiento objetivamente válida. Esta afirmación se basa, como ya dijimos anteriormente, en la defensa de un prejuicio epistemológico y ontológico consistente en creer que sólo el conocimiento experimental de las ciencias de la Naturaleza tiene validez objetiva porque realmente sólo existen los objetos materiales, que únicamente son susceptibles de ser conocidos de una forma empírica. En rigor, este conjunto de afirmaciones trasciende totalmente el ámbito de la ciencia; constituyendo, en realidad, una serie de tesis filosóficas cuya veracidad no puede demostrarse ni refutarse con los métodos de la ciencia experimental.

 

En realidad la paleontología humana tiene sus propias limitaciones. En efecto: “En el campo de la evolución humana persisten abiertas todavía cuestiones fundamentales: cuántas especies de primeros homínidos hubo exactamente, cuáles de ellas fabricaron instrumentos y cómo caminaban” 10. Todavía no sabemos cuál es el origen del hombre anatómicamente moderno (nosotros); ni cuando surgió la conciencia humana moderna (la nuestra); tampoco conocemos exactamente cómo surgió el género Homo, ni a partir de qué género, ni de qué especie de homínido evolucionó. Lo mismo nos sucede con los otros géneros de homínidos: Australopithecus, Paranthropus, Ardipithecus, Orrorin y Sahelanthropus; es más, algunos autores dudan que los ardipitecos sean homínidos, otros dudan que lo sea Orrorin y, finalmente, otros dudan lo mismo de Sahelanthropus (un supuesto homínido de siete millones de años de antigüedad). Otra fuente de conflicto entre los paleoantropólogos se deriva del hecho de que no conocemos con exactitud cuáles son las relaciones filogenéticas entre los distintos géneros y especies de homínidos, algo que provoca una serie de continuos enfrentamientos entre los investigadores a la hora de establecer las filogenias del árbol evolutivo de los humanos.

 

En este contexto, no son pocas las veces que se utiliza el concepto de evolución para negar el de creación. Cuando en realidad aquél presupone a éste. La noción de evolución no solamente no se opone a la de creación sino que la implica; de tal suerte es así que no existe una evolución creadora en cuyo seno emergiera la conducta humana moderna desde la pura materialidad, sino que la creación es evolutiva. Es decir: la creación es dinámica, de tal modo que se despliega en un proceso evolutivo. Antonio Fernández Rañada ha observado acertadamente que: “La doctrina cristiana no implica la creación separada de las especies, sino que su idea central, la verdaderamente importante, es que todo debe su existencia a un Dios trascendente al orden natural, y esto no se ve afectado por la teoría de Darwin. Al fin y al cabo, ¿por qué no puede ser la evolución la forma elegida por Dios para crear el mundo?” 11. En efecto, ¿por qué la creación no puede ser un proceso continuado que se despliega en el tiempo?.

 

¿Verdaderamente se contraponen los conceptos de evolución y creación?. Carlos Javier Alonso, muy acertadamente, opina que no. Si consideramos que: “La realidad es que la evolución como hecho científico y la creación divina se encuentran en dos planos diferentes: no existe la alternativa evolución-creación, como si se tratara de dos posturas entre las que hubiera que elegir. Se puede admitir la existencia de la evolución y, al mismo tiempo, de la creación divina. Si el hecho de la evolución es un problema que ha de abordarse mediante los conocimientos científicos experimentales, la necesidad de la creación divina responde a razonamientos metafísicos (...) El hecho de la creación, así entendido, no choca con la posibilidad de que unos seres surgieran a partir de otros (...) Podría haber una evolución dentro de la realidad creada, de tal manera que, quien sostenga el evolucionismo, no tiene motivo alguno para negar la creación. Dicha creación es necesaria, tanto si hubiera evolución como si no, pues se requiere para dar razón de lo que existe, mientras que la evolución sólo se refiere a transformaciones entre seres ya existentes. En este sentido, la evolución presupone la creación (...) Aunque pueda resultar paradójico, es el evolucionista radical el que viola las exigencias del rigor del método científico, pues se ve forzado a admitir unas hipótesis que no pertenecen al ámbito científico, y deberá admitirlas aunque no puedan probarse” 12 .

 

En definitiva, en el campo de la evolución humana: “Aunque algunas divulgaciones presenten la evolución humana como una cuestión bien conocida, los juicios de los especialistas son muy diferentes y mucho más prudentes (...) La impresión de que en este terreno, todo está claro, es falsa, por más que se afirme frecuentemente” 13.

 

Conclusión

 

La superación del cientificismo se logra mediante un conocimiento adecuado del alcance y los límites del proceder metodológico de la ciencia positiva. Y, sobre todo, a través del reconocimiento de la existencia de diversas formas de conocimiento humano; todas ellas con una validez objetiva adecuada a sus métodos de investigación propios; y a sus correspondientes objetos de estudio. Se requiere, también, que se dejen de lado los prejuicios ideológicos subjetivos, tan propios de nuestra naturaleza humana, pero tan ajenos al saber científico en sí. Las interferencias de tales prejuicios en la buena marcha de la tarea propia de la ciencia lo único que hacen es entorpecer el conocimiento de la verdad, algo a lo que, cada una de las formas de conocimiento humano (las ciencias positivas, la filosofía y la teología) a su manera, contribuyen de forma decisiva. Hecho que reconocen los propios científicos, como es el caso de Jean Chaline, al manifestar que: “en la actualidad, las relaciones entre la filosofía, la religión y la ciencia se han ido aclarando parcialmente. Se admite hoy la existencia de dos niveles de conocimiento: el conocimiento del cómo, que es exclusivo de la ciencia, y el conocimiento del porqué, que concierne a la filosofía y la religión. Estos ámbitos son tan diferentes en sus objetivos y sus métodos que ambos enfoques son independientes y que bajo ningún pretexto deben inmiscuirse uno en el otro... Enfoques que en realidad son complementarios y deberían converger hacia una verdad única” 14.

 

Después de unas palabras tan atinadas como éstas, a nosotros no nos queda nada más que añadir.

 

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(1] Artigas, Mariano: Las fronteras del evolucionismo; Ed. Palabra, Madrid, 1992, pp. 152.

(2] Arsuaga, Juan Luis: El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores; Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1999, p. 40.

(3] Ayala, Francisco: El azar y la selección natural; citado por Bermúdez de Castro, J. M.: El chico de la Gran Dolina. En los orígenes de lo humano; Ed. Crítica, Madrid, 2002, p. 67.

(4] Artigas, Mariano op. cit., pp. 95-96.

(5] Secretariado para los no creyentes: Fe y ateísmo en el mundo; Ed. BAC; Madrid, 1990, p. 31.

(6] Cardona, Carlos: Metafísica del Bien y del Mal; Ed. EUNSA, Pamplona, 1987, p. 195.

(7] Kant, Immanuel: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1973, p. 98.

(8] Hume, David: Ensayo sobre el entendimiento humano; Alianza Editorial, Madrid, p. 37.

(9] Hempel, Carl Gustav: Problemas y cambios en el criterio empirista de significado ; en Alfred Jules Ayer: El positivismo lógico; Ed. FCE, México, 1981, p. 115.

(10] Tattersall, Ian: De África ¿una... y otra vez?; Investigación y Ciencia, Junio de 1997, p. 20.

(11] Fernández Rañada, Antonio: Los científicos y Dios; Ediciones Nobel, Oviedo, 1994, p. 131.

(12] Alonso, Carlos Javier: Tras la evolución. Panorama histórico de las Teorías Evolucionistas; Eunsa, Pamplona, 2001, pp. 240-241. Para este tema cf. también: Ferrer Arellano, Joaquín & Barrio Maestre, José María: ¿Evolución o Creación? Respuesta a un falso dilema. Metafísica de la creación y ciencias de la evolución; Ediciones Eunate, págs. 298.

(13] Artigas, Mariano: Las fronteras del evolucionismo; Ed. Palabra, Madrid, 1992, pp. 57-63.

(14] Chaline, Jean: Un millón de generaciones. Hacia los orígenes de la humanidad; Ediciones Península, Barcelona, 2002, p. 211-212.

 

 

 

 

ACERCA DE "LA MENTE DE DIOS" DE PAUL DAVIES

 

Mariano Artigas

 

 

"En 1988, Stephen Hawking publicó su libro Historia del tiempo, un best seller que combina la divulgación científica con una filosofía no muy rigurosa. En la conclusión del libro, Hawking se pregunta si podremos encontrar una teoría que explique completamente el universo, y concluye con estas palabras: «si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios» (en inglés, The Mind of God significa no sólo el pensamiento, sino el plan de Dios).

 

The Mind of God es, precisamente, el título de un nuevo libro de Paul Davies, publicado en Londres en 1992. No se trata de una casualidad. El libro comienza recogiendo el párrafo de Hawking, e intenta responder a las preguntas que plantea: ¿podemos comprender por qué existe el universo y por qué existimos nosotros?, ¿proporciona la ciencia una respuesta a estas preguntas últimas acerca de la existencia?

 

Davies es profesor universitario de física. Recientemente se ha trasladado desde Gran Bretaña a Australia, y enseña ahora en la Universidad de Adelaida. Es un autor prolífico, ya que esta obra hace el número veinte entre sus libros publicados. Tiene oficio como divulgador. Su lenguaje es sencillo y directo, en la medida en que lo permiten los temas que trata. No esquiva los temas difíciles; más bien los busca y se recrea en ellos. Pasa revista a las cuestiones científicas actuales, analizando sus connotaciones filosóficas y sus relaciones con los problemas teológicos.

 

La pregunta central que Davies se hace es si nuestra existencia es un simple accidente, un resultado casual de los procesos cósmicos, o si más bien hemos de pensar que responde a algún propósito. Su respuesta es que la auto-conciencia no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas carentes de propósito: nuestra existencia responde a algún tipo de plan.

 

Los límites de la ciencia

 

Para valorar la respuesta de Davies conviene tener presente su trayectoria intelectual. En 1983 publicó un libro titulado Dios y la nueva física, donde sostenía que la ciencia proporciona en la actualidad un camino más seguro que las religiones tradicionales para llegar a Dios. Claro está que el «dios» al que llegaba poco tenía en común con el Dios personal creador del cristianismo; se trataba más bien de una idea que presentaba coincidencias con el panteísmo. Davies aludía al panteísmo como si fuera una idea generalizada entre los científicos; sería «la creencia vaga de muchos científicos de que Dios es la naturaleza o Dios es el universo». Y sugería que, si el universo fuese el resultado de unas leyes necesarias, podríamos prescindir de la idea de un Dios creador, pero no de la idea de «una mente universal que exista como parte de ese único universo físico: un Dios natural, en oposición al sobrenatural».

 

En aquel libro, Davies se mostraba dispuesto a responder, ciencia en mano, a los grandes interrogantes de la existencia humana. Algo parece haber cambiado en los diez años que han transcurrido desde entonces. Ahora, aunque Davies afirma que no pertenece a ninguna religión institucional y que nunca ha tenido una experiencia mística, también afirma que la ciencia no puede responder a los interrogantes últimos; añade que ese tipo de respuestas sólo pueden provenir de experiencias místicas que trascienden el ámbito de la especulación científica, y defiende la existencia de algún plan superior capaz de explicar la vida humana.

 

Todo esto quizá pueda parecer trivial, sobre todo a un creyente, pero no lo es cuando se presenta como el resultado de un extenso análisis llevado a cabo por una persona que, como Davies, no encuentra fácil afirmar la existencia de un Dios personal creador. Una cosa es afirmar en general que ciencia y religión constituyen dos ámbitos diferentes, sea cual sea la posición que se adopte ante la religión, y otra cosa muy diferente es encontrar un científico que intenta llevar la ciencia hasta sus límites, analizando en concreto las variadísimas respuestas que se proponen en la actualidad acerca de las cuestiones últimas, y tomando parte en un verdadero combate intelectual en el que se discuten detalladamente los argumentos en favor y en contra de las distintas soluciones.

 

Al igual que en otros libros anteriores, los razonamientos de Davies pueden llevar al psiquiatra a quien no posea una estructura mental sólida, ya que se extienden a las interpretaciones más insólitas. Se trata de reflexiones en voz alta en las que Davies manifiesta sus perplejidades, que no son pocas ni pequeñas. Su interés radica precisamente en que muestran que un científico como Davies, nada comprometido con posiciones religiosas convencionales y dispuesto a admitir la parte de verdad que se encuentra en cualquier propuesta por extraña que parezca, afirma ahora con pleno convencimiento que no resulta viable atribuir la existencia humana al simple juego accidental de fuerzas naturales.

 

La racionalidad del mundo

 

Todavía se encuentra difundido el cliché según el cual la ciencia elimina todo misterio en la vida humana, proporcionando respuestas que harían inútil cualquier pregunta que se sitúe más allá de los confines científicos. La realidad es otra. En efecto, el progreso científico abre panoramas cada vez más asombrosos, comenzando por la existencia misma de la ciencia. Davies escribe: «El éxito del método científico para desvelar los secretos de la naturaleza es tan deslumbrante que puede impedirnos ver el milagro científico mayor de todos: que la ciencia funciona». Es cierto. El progreso de la ciencia supone que la naturaleza posee una racionalidad inscrita en sus estructuras y procesos, y que somos capaces de conocerla, aunque sea de modo limitado. Y esto no es nada trivial, sobre todo si tenemos en cuenta que la organización del mundo en el que vivimos es enormemente sofisticada y singular.

 

Los avances de la ciencia proporcionan una imagen del mundo que resulta casi fantástica, si no fuera real. Según la antigua imagen mecanicista, que todavía sigue gozando de cierta popularidad, la materia se compondría de partículas cuya única propiedad sería el desplazamiento y el choque. La ciencia actual, por el contrario, descubre un mundo microfísico en el cual las partículas se agrupan espontáneamente formando pautas organizadas que hacen posible, a su vez, la formación de otras pautas de mayor complejidad, hasta llegar al alto nivel de organización propia de los vivientes. En 1989, Davies escribió: «Es uno de los milagros universales de la naturaleza que enormes reuniones de partículas, que sólo están sometidas a las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin embargo son capaces de organizarse a sí mismas en pautas de actividad cooperativa». Efectivamente, es tan asombroso que resulta lógico preguntarse si, en realidad, ese comportamiento responde solamente a fuerzas ciegas.

 

Esta es la pregunta que una vez y otra aparece a lo largo de los análisis de Davies. En efecto, la asombrosa racionalidad de la naturaleza exige una explicación nada trivial, sobre todo si se tiene en cuenta nuestra capacidad de conocerla, o sea, la existencia de mentes auto-conscientes como las nuestras que son capaces de plantear, con éxito rotundo, un diálogo con la naturaleza que conduce a conocimientos cada vez más profundos y coherentes. Afirmar que todo ello es un puro hecho accidental, fruto de simples casualidades y de leyes ciegas, no resulta nada satisfactorio.

 

La explicación del orden

 

Quienes reducen nuestra comprensión de la realidad a las explicaciones que proporcionan las ciencias, se ven obligados a explicar cómo surge la prodigiosa organización de la naturaleza, de acuerdo con las leyes científicas, a partir de estados más primitivos. En definitiva, deben explicar el todo mediante la suma de las partes.

 

Sin duda, pueden encontrarse muchas explicaciones de ese tipo, sobre todo si las partes no son elementos meramente pasivos. Cuando se combinan, en las condiciones adecuadas, átomos de hidrógeno y oxígeno, lo que resulta no es una simple yuxtaposición de átomos: los átomos interactúan y producen un compuesto que posee propiedades verdaderamente nuevas o emergentes. Si tenemos en cuenta que, en contra de lo que afirmaba el mecanicismo, no existen elementos puramente pasivos, parecería posible explicar la organización de la naturaleza mediante sucesivas combinaciones, en niveles de creciente complejidad, de componentes y procesos.

 

De hecho, esta idea se encuentra ampliamente difundida en la actualidad: la naturaleza sería el simple resultado de combinaciones que producirían resultados de todo tipo, entre los cuales sólo sobrevivirían aquéllos que fuesen capaces de adaptarse funcionalmente a las circunstancias. Se trata del esquema básico propuesto por Darwin para explicar la evolución biológica, que sería capaz de explicar asimismo la evolución cósmica y, en general, todos los procesos naturales. ¿Qué lugar queda aquí para ulteriores preguntas de tipo metafísico?

 

Davies afirma repetidamente que, al menos, existe un tipo de preguntas que no encuentran respuesta adecuada en ese esquema. Se trata de las preguntas acerca de las leyes que se encuentran en la base de todos esos procesos y los hacen posibles. ¿Por qué existen precisamente esas leyes y no otras? De hecho, hoy día sabemos que nuestra existencia es posible porque las leyes y las magnitudes básicas de la física poseen unos valores extremadamente ajustados.

 

Podría replicarse que, al fin y al cabo, esa situación no tiene nada de particular porque, en otro caso, nosotros no existiríamos; dicho de otro modo, resulta lógico que las leyes básicas sean tales que permitan nuestra existencia, puesto que, en otro caso, no estaríamos aquí. Sin embargo, esta respuesta no convence a Davies, y es lógico que así sea, porque no proporciona ninguna explicación: simplemente acepta el mero hecho de nuestra existencia y de las condiciones que la hacen posible.

 

Las ciencias explican, en cierta medida, como surge el orden de la naturaleza a partir de ciertas condiciones antecedentes. Pero siempre encontramos, en último término, situaciones iniciales y leyes básicas que exigen una explicación, a menos que estemos dispuestos a afirmar un proceso infinito que no explica nada. Además, lo que debemos explicar no es sin más un cierto orden, sino un grado verdaderamente fabuloso de organización en diferentes niveles que se entrecruzan y se complementan.

 

Una manera de evitar el misterio es afirmar que nuestro mundo es sólo una parte de un universo mucho más amplio en el que se producen todo tipo de situaciones posibles. Bajo esta perspectiva, nuestra situación, por muy privilegiada y singular que nos parezca, sería sólo una entre otras muchas que se dan o pueden darse en otras partes del universo o, como dicen otras teorías, en universos paralelos al nuestro. De hecho, algunos físicos sostienen la teoría de muchos mundos (many-worlds) según la cual, en virtud de las peculiaridades de la física cuántica, existe toda una serie de universos paralelos al nuestro. Otros afirman que nuestro mundo podría ser el único lógicamente posible y, por tanto, tampoco habría que admirarse de su singularidad.

 

Davies no piensa que estas teorías resuelvan el problema. Por una parte, porque no son científicamente contrastables: si se postula la existencia de otros universos inobservables, no se adelanta nada; más bien sucede lo contrario, ya que se introducen complicaciones innecesarias que caen fuera de toda posible comprobación. Tampoco parece posible demostrar que nuestro universo sea el único lógicamente posible, y todos los indicios apuntan, por el contrario, hacia la existencia de un orden contingente.

 

Esta noción es crucial. Davies escribe: «Parece, pues, que el universo físico no tiene que ser como es: podía haber sido de otro modo. En último término, el supuesto de que el universo es a la vez contingente e inteligible es lo que proporciona el motivo de la ciencia empírica. Ya que, sin la contingencia, seríamos capaces, en principio, de explicar el universo usando solamente deducciones lógicas, sin recurrir a la observación. Y sin la inteligibilidad, no podría existir la ciencia». Cierto. Entonces, deberemos preguntarnos por la explicación última de ese orden contingente.

 

Davies analiza las diferentes posibilidades. Podría suceder que no existiese una explicación; pero esto significaría el colapso de la racionalidad, que viene avalada, entre otros motivos, por la existencia y el progreso de la ciencia. Por otra parte, encontramos la explicación clásica propuesta por el teísmo, según la cual existe un Dios personal creador que proporciona el fundamento último de la racionalidad.

 

¿Existe un plan superior?

 

Los razonamientos de Davies parecen acordes con la afirmación característica del teísmo. Sin embargo, opina que esta posición se enfrenta a una objeción demasiado seria: si Dios existe, debe ser único, infinito, perfecto, y necesario: poseyendo en sí mismo su razón de ser, debe ser imposible su no-existencia; pero, en ese caso, ¿cómo se compagina la necesidad divina con la contingencia del mundo?, ¿no debería admitirse que, si Dios es necesario, también lo debería ser el universo, como resultado de la acción divina? Y en ese caso, ¿cómo se compaginaría la necesidad del mundo con la contingencia que observamos, y ante todo, con la creatividad de la naturaleza y con la libertad humana?

 

Sin duda, el problema es serio y ha ocupado a mentes ilustres a lo largo de la historia. Davies no le ve solución. Por ese motivo, piensa que la única posición teísta que evitaría las dificultades mencionadas sería lo que suele denominarse teología del proceso. Se trata de una doctrina que remite a Alfred North Whitehead, cuyo impacto es especialmente notable en el mundo anglosajón. En pocas palabras, afirma una especie de dios dipolar (sic) que en parte es necesario e independiente del mundo, pero en parte se ve envuelto en las vicisitudes contingentes del mundo. Davies confiesa que la idea le resultaba difícil de asimilar, pero añade que le llegó a resultar aceptable cuando consideró su paralelismo con algunas situaciones que estudia la física cuántica.

 

La alusión a la física cuántica remite a discusiones nada fáciles acerca de la interpretación de esta teoría; ni siquiera existe unanimidad al respecto entre los científicos. Además, no es difícil advertir que la idea de un dios dipolar (sic) resulta más bien contradictoria.

 

Las dificultades que Davies advierte en el teísmo pueden solucionarse por otro camino, utilizando una distinción que es empleada frecuentemente por los científicos, por ejemplo, cuando discuten las teorías de la evolución. Suelen decir que deben distinguirse el hecho y su explicación: el proceso evolutivo sería un hecho bien establecido mediante pruebas paleontológicas, de anatomía comparada, de genética y de bioquímica, y la explicación del proceso, sin embargo, incluiría muchos problemas controvertidos. La distinción entre los dos aspectos permitiría sostener que las incertidumbres acerca de la explicación no afectan a la afirmación del hecho central. En nuestro caso, la situación sería análoga: existen suficientes argumentos para afirmar la existencia de un Dios personal creador, cuya naturaleza y relaciones con el mundo, sin embargo, resultan un tanto misteriosas para nosotros.

 

En realidad, este modo de razonar no es novedoso. Durante siglos, los filósofos han distinguido dos tipos de preguntas: la que se refiere a la existencia de algo (la cuestión an sit, o sea, si algo existe), y la que se refiere a su naturaleza (la cuestión quid sit, o sea, qué es, cuál es su modo de ser). Son dos preguntas que, si bien se encuentran relacionadas, pueden distinguirse. En las ciencias, esto ocurre continuamente. Nadie duda de la realidad de las partículas subatómicas, a pesar de que encontramos dificultades, que por el momento son insalvables, cuando intentamos determinar su naturaleza; esas dificultades no impiden que poseamos muchos conocimientos bien comprobados acerca de las partículas, y que podamos utilizarlos como base de una tecnología muy sofisticada.

 

Un punto crucial, en nuestro caso, consiste en saber si la existencia de un Dios necesario, que parece requerida para comprender cómo es posible el universo, es compatible con la contingencia de ese universo. Si no lo fuese, entonces la existencia de Dios conduciría o bien a afirmar que el universo es también necesario, o bien a una contradicción. Pero, ¿por qué se debería afirmar que un Dios necesario tendría que producir un universo igualmente necesario, no contingente?

 

En realidad, no existe motivo para afirmarlo, y más bien existen motivos para sostener lo contrario. En efecto, no puede existir algo que sea absolutamente necesario y que no sea Dios mismo. Cualquier cosa que Dios produzca, contendrá elementos contingentes porque, en caso contrario, se identificaría con Dios.

 

Es posible argumentar racionalmente que Dios existe; que no sólo es libre, sino soberanamente libre, ya que no está determinado por nada fuera de sí mismo; que no actúa de modo arbitrario; que es infinitamente perfecto. Si intentamos comprender completamente el ser divino, encontramos límites que resultan lógicos: un dios que cupiese perfectamente en nuestra mente no podría ser el Dios verdadero. Sin embargo, podemos comprender que la necesidad divina no implica que Dios cree necesariamente, ni que sólo pueda crear un único universo.

 

El misterio y la mística

 

Davies tiene razón al afirmar que el Dios personal creador contiene aspectos misteriosos: no podría ser de otro modo. Sin embargo, no se trata de misterios arbitrarios, sino, si puede hablarse así, de misterios razonables.

 

Por la vía de la razón, podemos llegar hasta la afirmación de Dios y de sus principales atributos. No es poco. Es suficiente para orientar la vida entera en sus aspectos básicos. Pero no llegamos, y resulta lógico que así sea, a comprender perfectamente el ser divino, que nos aparece envuelto en el misterio.

 

Para explicar esta situación, Chesterton propuso una comparación sugerente. El Sol es tan potente que no podemos mirarlo directamente; sin embargo, posee luz propia y la irradia, de modo que vemos todo lo demás gracias a esa luz. De modo semejante, Dios nos resulta misterioso, pero todo resulta inteligible a su luz.

 

Davies es consciente de los problemas y tiene la valentía de afrontarlos. En su última obra, reconoce abiertamente los límites de la ciencia para resolver las cuestiones últimas acerca de la vida humana. Afirma, y tiene razón, que la ciencia empírica siempre trabaja sobre unos supuestos que ella misma no puede probar. Uno de esos supuestos es la racionalidad del mundo y del hombre. Davies advierte, con razón, que la fundamentación de esa racionalidad nos lleva a un ámbito que se encuentra más allá de las posibilidades de la ciencia. Más aún: el progreso científico muestra, con un detalle casi increíble, que esa racionalidad es mucho mayor de lo que podría parecer a primera vista. Todo ello conduce a Davies al asombro, que siempre ha sido la puerta de la genuina filosofía.

 

Pero Davies se queda, por el momento, en la puerta. Los caminos que se abren a partir de esa puerta le parecen metafísicos, y no ve cómo se podría proseguir la argumentación racional cuando uno se instala en ellos. Sólo ve una salida: lo que denomina la experiencia mística, que se encontraría en las antípodas del pensamiento racional. Según Davies, los caminos del misticismo no conducen a conclusiones inequívocas, sino que llevan a conclusiones diferentes, de acuerdo con la personalidad de cada uno: hay quien llega a afirmar un Dios personal, y hay quien no llega.

 

Davies se sitúa en el segundo grupo, y explica por qué. «Yo siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», escribe. Y añade: «Personalmente, preferiría no creer en sucesos sobrenaturales. Aunque es obvio que no puedo probar que nunca sucedan, no encuentro una razón para suponer que suceden. Mi inclinación es suponer que las leyes de la naturaleza son obedecidas siempre». Sin embargo, el ateísmo pragmatista no le convence, ya que implica admitir que el universo es algo dado, un hecho que no admite explicación última, y esto parece poco razonable, e incluso absurdo.

 

Davies afirma que, cuando buscamos explicaciones últimas, tropezamos con los límites de la misma racionalidad que nos impulsa a buscarlas: una teoría completamente racional es imposible, porque siempre habremos de admitir algunos supuestos. «Si deseamos ir más allá -añade-, hemos de adoptar un tipo de explicación diferente de la explicación racional. Es posible que el camino místico conduzca hacia ese tipo de comprensión. Personalmente, nunca he tenido una experiencia mística, pero tengo la mente abierta acerca del valor de tales experiencias. Quizá ellas proporcionan la única ruta que va más allá de los límites de la ciencia y la filosofía, el único camino posible hacia lo Ultimo».

 

Con respecto a sus anteriores obras, Davies ha recorrido un largo camino, lleno de incertidumbres que subsisten hasta la actualidad. Es imposible prever cuáles serán sus pasos a partir de aquí. Entre otros motivos, porque somos libres. La acción de Dios, omnisciente y todopoderoso, no sólo respeta la actividad libre de la persona humana, sino que la hace posible. Dios nos ha creado para que podamos participar de su perfección y bondad, pero sólo podemos alcanzar la felicidad a través de nuestra actividad libre. Por eso se ha dicho que Dios habla suficientemente bajo para que quien no quiera oírle no le oiga, y suficientemente alto para que quien quiera oírle pueda hacerlo. La racionalidad del mundo es uno de los caminos que Dios utiliza para manifestarse a nosotros; la ciencia no llega por sí sola a la afirmación de Dios, pero su progreso amplía considerablemente nuestro conocimiento de la racionalidad del mundo y, por este motivo, constituye una base idónea para llegar al conocimiento de su Creador."

 

 

DIOS Y LA CIENCIA

 

A través de los siguentes videos buscamos familiarizar al lector con nuevos paradigmas de la ciencia positiva (no positivista). Por ejemplo, los datos aportados por la ciencia cuántica contribuye a superar esquemas cientifistas clásicos que, en muchos casos, aún se tienen como verdades inobjetables. Hasta en el campo de la teología de sustrato liberal, prejuicios de esta índole inducen a conclusiones que coquetean o claudican ante el naturalismo, ya que se les supone en conformidad con lo demostrado "científicamente". En todo caso, información como la aquí suministrada, no intenta ser utilizada como argumento que confirma el teismo bíblico, pero revela claramente los límites de la condición humana para dar por definitiva y concluyente los resultados de sus investigaciones en cualquier campo. Incluido lo relativo al campo de las ciencias bíblicas y el mundo de la espiritualidad humana.

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